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martes, 23 de diciembre de 2014

Soprano de Pan

Se ve recargado sobre el cofre del auto color mandarina a un joven de entre treinta y cuarenta años de edad; con libro en mano y audífonos en cada una de sus orejas, inmerso en su mundo, aquel que se construye alrededor del siglo XVIII; escenas de la Revolución Francesa se recrean en su imaginación, el París de aquellos ayeres luce más fresco que nunca, en sus calles pueden verse los coches halados por caballos, que duran más en hacer un breve recorrido que en ser derribados por la masa, las escenas muestran la decadencia de los nobles, mientras que el pueblo va surgiendo vigorosamente desde las fauces del anonimato de siglos, para encumbrarse finalmente en el poder, “muerte a la Monarquía” es proclama común.

Finaliza el capitulo y cierra parcialmente el libro, prescinde del separador, basta con recordar el nombre endosado en la parte superior del capítulo venidero; aprovecha la pausa para sentir en plenitud las notas de uno de los valses de Tchaikovski, la música va nutriendo la totalidad de su ser, entra discretamente por las orejas y se desplaza progresivamente hasta sus pies, conforme va completando el recorrido pasa de ser un casi silente sonido a un torrente de notas magistrales que han puesto a vibrar cada una de las células de su organismo; la avalancha musical lo coloca en un estado muy cercano a la iluminación.

Las casas dejan de ser solo edificios inertes y se convierten en compañeros de vida, la primera de ellas, colocada a la izquierda del protagonista, transmite un mensaje que pudiésemos titular “de abandono y olvido”, sus puertas, lujosas en antaño, lucen ahora en extremo deterioradas, a punto de ser molidas en totalidad por los feroces dientes de las polillas; con las pocas fuerzas que le quedan, es que la casa color arena, de infinito jardín frontal, comparte sus andanzas, menciona que tres familias le han habitado, todas ellas nacidas de cuna Rococó; en sus épocas de gloria fue escenario de tertulias sociales y debates políticos, en su interior se han celebrado tantas fiestas que resulta imposible enumerarlas, vinos nacionales e internacionales inundaron pasillos, recamaras y salas; conforme las nuevas generaciones deseaban expandir sus horizontes vitales, la casa fue mermando el diario vaivén, hasta ser casi imperceptible, finalmente llegó el olvido, el cual se ha prolongado ya por seis lustros, ocasionalmente pasan a limpiarla, por lo general producto de alguna amonestación que viene desde las autoridades municipales; desde algún rincón del país o del mundo, alguno de los administradores de los descendientes de antiguos habitantes gira instrucciones para que se lleve a cabo el mantenimiento respectivo.

Otra de las viviendas, con tonos marrones en sus muros exteriores, comparte un relato en el cual participan solo mujeres, tres para ser exactos; narra en voz baja y pausada cada uno de los detalles, señala que su ama, es decir quién habita permanentemente sus adentros, carga con un fragmento de alma negra en el centro del corazón, la cual se instaló, como ella misma lo señala, desde el momento en que su única hija le ennegreció la vida para el resto de sus días, producto del abandono del proyecto académico, ello a consecuencia de las dimensiones que su vientre adquirió en el transcurso de ciento cincuenta días con sus noches respectivas; en el interior de la hija se gestaba vida, lo que la madre sintió a la par fue algo que superaba incluso lo que sienten aquellos que han muerto alguna vez.

Cuenta la casa que conforme fue pasando el tiempo y completándose el curso de los hechos esperados, la madre rompió definitivamente con su hija, expulsándola de aquellos muros color ladrillo; durante las noches se veían emerger de las paredes de aquella construcción pequeñas gotas de agua, los mortales cuentan que la vivienda se humedecía, los visionarios saben bien que en realidad se trataba de lagrimas, con las cuales la edificación buscaba volver a teñir del color de las plumas del Cardenal el corazón de su ama, lo que logró de manera parcial, por ello solo al centro permanece encapsulado el fragmento oscuro antes mencionado; es por eso que algunos días en que la abuela recibe a la nieta no lo hace con un beso, sino con una serie de regaños que en realidad son para la madre de la pequeña: “que feo te peinaste hoy”, “traes sucio el vestido”, “las nueve de la mañana y tú con el estomago vacío”; el resto de los días, los cuales son mayoría, las tres mujeres se saludan con alegría, la abuela recibe feliz a su nieta extendiéndole los brazos, con desayuno ya preparado al interior de la morada, a la cual no ingresan hasta que la silueta del coche se pierde, deseando éxito infinito a la conductora en la jornada laboral, comunicando el gusto que les dará verla a la hora de la comida.

La pieza de Tchaikovski finaliza y con ello el hombre sale del estado de trance en el que instantes antes se encontraba, por su mente pasan tantas historias como es posible imaginar; personajes, escenarios, sucesos, misterios comparables a los que encontrará en las trescientas doce páginas que le faltan por leer en la novela que descansa entre sus manos.

Quien suena ahora en el reproductor es Lizst, con las primeras notas, el hombre intentará recorrer nuevamente el camino que lo ha de llevar al lugar donde puede encontrarse íntimamente con las viviendas que le rodean, aquel en el cual es capaz de entender su lengua y decodificar los mensajes que a toda hora emiten; poco a poco vuelve a sentir el cosquilleo en su cabeza, destellos violeta y naranja rebotan por toda su mente, se unen en una gran esfera que al estallar lo hará alcanzar el estado de iluminación, revolotean las chispas, se siguen acumulando, la esfera crece más y más, mucho más, hasta que, repentinamente se desinfla…


Los sonidos desaparecen, cesan las notas de Lizst, los pasajes de casas, historias y personas se esfuman, la atención total la tiene ahora un par de niños que cargan una gran caja de cartón. Entre empujones, risas y golpecillos de camaradería recorren las calles, el mayor con mejillas sonrojadas por la vergüenza y buscando en todo momento ocultar su cabeza entre sus ropas, el menor en cambio, conduce su andar con gesto orgulloso, sonriendo, un par de ojos grandes y expresivos le acompañan a todo lugar, a cada paso que da toma grandes cantidades de aire y desde muy adentro grita con una voz aguda, una y otra vez camina, una y otra vez grita, una y otra vez invita a la gente a que se acerquen a ellos y les compren pan, que les compren bolillo.

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