Enfundado
en pantalón de mezclilla y chamarra del mismo material se le ve salir de casa,
abandona el cuarenta y nueve de la calle Madrid abrazando fuertemente a sus dos
hijas y besando a su esposa, camina tres cuadras y a los pocos minutos aborda el
transporte público, se dirige a los asientos del rincón y se instala en uno de
ellos, por la ventana observa a la gente en su presuroso andar, cargando
grandes bolsas y cajas con papel de regalo en su exterior, en el interior del autobús
viajan solo seis personas contando al chófer.
El
camino transcurre sin contratiempo, pide la parada con anticipación y baja por
la puerta de atrás, como marcan los cánones, seguirlos siempre es parte de su
forma de ser, tradición heredada a su inconsciente desde muchas generaciones
que le preceden en su andar por la tierra.
Hace
su checada con tres minutos de anticipación, retira un café de la máquina
expendedora y lo lleva consigo hasta su área de trabajo junto con dos periódicos
que algún viajero ha dejado abandonado en los asientos de la sala de espera.
En
el interior de “su” cuarto de aseo todo se encuentra debidamente organizado, al
no existir incidentes que requieran
atención inmediata se decide a regalarse un momento de tranquilidad junto con
su café y los diarios. Transcurridos veintiséis minutos ha leído ya las noticias
que le parecieron relevantes, el café también fue bebido en totalidad y hasta resolvió
nueve palabras del crucigrama, por lo cual piensa que el momento de iniciar
labores ha llegado.
Sale
del cuarto de limpieza con su cubeta roja y el trapeador lanudo, su preferido, así
como el resto de los enseres necesarios, montados todos en su inseparable “carrito”
azul; recorre cada uno de los pequeños cubículos, con pisos que ante su toque
pasan de opacos y fétidos a pulcros y bienolientes. Terminada la faena de las
oficinas apaga las luces de toda la sección de empleados, tal como se lo han
encomendado el día anterior.
Sus
tareas tienen ahora lugar en la sección pública de la estación, al ser una
central de autobuses de poco cupo, el trabajo que se exige es de baja
intensidad pero en lapsos más o menos frecuentes: un pasajero derramó refresco
y hay que limpiar, un niño que se mantuvo de pie sobre el asiento que requiere
ser sacudido, recoger tres o cuatro bolsas de papás fritas o papel de estraza
en el cual momentos antes se encontraban envueltas un par de tortas, pétalos de
flores que cayeron de los ramos con el cual el novio recibió a su amada y una
variedad de situaciones similares.
Mientras
hacía brillar con su franela los vidrios de la ventanilla número cinco de la
línea de autobuses de primera clase, recibe el llamado de una de las personas
que se encuentran en la estación en espera de la llegada de una de las corridas,
ésta le susurra al oído que ha tenido un
incidente en los baños y se retira apenada.
Sin
gesto de molestia y habituado a dicho tipo de situaciones, pausa la limpieza de
las ventanillas, acude al cuarto de aseo para tomar la cubeta usada en las
contingencias de dicha naturaleza y tomando agua del grifo situado en la zona
de andenes, la llena a tres cuartas partes de su capacidad, con ella a cuestas
ingresa nuevamente a la sala de espera de la estación, da tres golpes sobre la puerta
del baño de damas antes de entrar, para tener certeza de que se encuentra vacío,
confirmado ello, se desplaza al interior y da inicio la labor de higiene.
Dos
pitidos del reloj digital colocado en su muñeca izquierda indican que comienza
un nuevo día, mira con nostalgia los tres pares de dígitos separados entre sí
por diagonales, acto seguido deposita el total del contenido de la cubeta en el
interior del retrete, un caldo compuesto por agua y limpiador con aroma a pino,
olor muy característico de las presentes fechas, aroma que asocia con el recién
iniciado jueves de Navidad.
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