Renata, niña de siete años, viste con
falda de mezclilla y blusa con su personaje favorito estampado en la parte
frontal, se dirige al comedor después de emitir las plegarias matutinas que
tiene por costumbre realizar todos los domingos, sobre la mesa están ya
depositadas una gran cantidad de frutas, entre éstas destacan sus favoritos: unos
plátanos con forma perfecta y sabor inigualable.
Besa a su madre en la mejilla y le
otorga un abrazo, hace lo mismo con su padre y los tres comienzan a consumir el
desayuno que ha preparado el Progenitor, inicia con el pan francés acompañado de
un vaso enorme de licuado sabor chocolate, enseguida engulle alegremente las
barras de tocino colocadas al lado de unas papás fritas, finalmente da paso a
la ensalada, que si bien ha de ser el primer platillo, como se lo repite constantemente
su madre, han establecido, por mediación de su padre, la condición de que
mientras la consuma, el orden en que lo haga no tiene importancia, en caso
contrario será privada de elegir el restaurante en el cual tiene lugar la
comida de los domingos en familia.
Una vez finalizado el desayuno los
tres se desplazan al jardín, lugar en el cual comparten la lectura en grupo,
van pasando por cada uno de ellos el libro, aquellos que no coordinan la tarea
de compartir en voz alta lo plasmado en letras, acompañan con su escucha, intercambian
puntos de vista sobre lo revisado una vez que el libro ha pasado por todos,
padre y madre vitorean a Renata por el excelso análisis realizado y deciden
premiarla llevándola a comprar un helado.
Los padres se retiran a la recamara
para cambiar sus ropas y retocar su aspecto, mientras, la niña se dirige al
refrigerador de la cocina y toma dos lonchas de jamón, retira también un trozo
de queso, de la alacena contigua extrae una telera, la parte por la mitad y
unta crema en cada una de sus caras, deposita el jamón y el queso en su
interior, guarda la torta en una bolsa plástica.
Pasados treinta y cuatro minutos se
encuentran ya rumbo a la heladería, el recorrido luce tranquilo, al parecer los
domingos son días con poco tránsito vehicular, a bordo de la camioneta familiar
realizan gustosamente el viaje.
Al llegar a una esquina el auto se
detiene obedeciendo la indicación del semáforo, en ese momento un niño de
alrededor de nueve años extiende una franela sobre el pavimento, sobre ella destacan una cantidad importante de restos de botellas de refresco pulverizadas,
ante la mirada incrédula del escaso y fugaz público ejecuta su acto, estrujando su barriga sobre los vidrios en repetidas ocasiones, acto seguido se acerca
a la ventana de cada uno de los vehículos con la mano extendida para recoger
las propinas que guste de dar el respetable; al llegar al auto en el que viaja
Renata, ésta le extiende una sonrisa y de manera sorpresiva saca de su bolso la
torta preparada con antelación, mientras el auto retoma la marcha los niños se
despiden, ambos sonriendo, ambos moviendo una y otra vez la mano derecha.
El
Gusano, como le
apodan sus compinches debido al acto que ejecuta, se sienta sobre la banqueta
aprovechando que el semáforo se encuentra en “siga”, se sacude las manos para
desinfectarlas y propina feroz mordida a la vianda que le ha sido entregada; mientras mastica desesperado, nota de reojo que Mauricio se acerca lentamente,
cuando está frente a él levanta la vista y le extiende generosamente el
alimento, El Cabo, como apodan a
Mauricio por ser quien coordina al grupo de la avenida, le arrebata la torta y
la arroja furioso al pavimento, en segundos es embarrada en el suelo por las ruedas
de un Packard 1949 negro, toma de los
cabellos al Gusano y mientras lo
sacude le dice con voz colérica:
“Pendejo,
con esas madres no alcanza ni pa una mona, de seguro el Benja va aceptar
cambalaches”.
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