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viernes, 15 de enero de 2016

Atisbo de luz en carretera



Una serie de casas de color único se convierten desde la lejanía en visión  de mosaico multicolor; en la azul, quizá en la verde, tal vez en la roja e incluso puede ser que en la que luce el color ladrillo original, pues jamás ha sido pintada; en una de ellas vive Javier.

Despierta a las 4 de la madrugada, no porque así se estile en su comunidad, sino porque el concierto de motores de la lejanía se percibe mejor cuando aún la música comunitaria no ha iniciado a sonar, cazuelas sobre las que hierve la manteca emiten sonidos al recibir los frijoles, el chorro de café que poco a poco colma los cántaros de padre y madre, de muchos padres y madres de las casas multicolor, otros pocos solo con padre y un número significativo solo con madre, aquella que años después dejó de creer en la promesa de retorno del esposo errante, quizá en el país vecino, muy probablemente en los cercos de miseria de alguna ciudad fronteriza.

Cuatro de la mañana, punto del día favorito de Javier, escucha a lo lejos los motores, conforme avanzan, el recorrido el ruido armónico de los vehículos se siente al lado de la casa, recorre la cortina de su ventana apenas un centímetro, aunque la luz se encuentra  ausente en el exterior, el teme que si esta entra sus tres hermanos despierten y se desquiten golpeando con los puños su espalda, rostro y cabeza.

Cuatro con siete, el gigante del camino hace pasarela frente a su ventana, alcanza a leer el nombre de un lugar que no conoce, imagina al chofer con su esposa al lado, se pregunta como harán para poder mantener el café dentro del cántaro cuando hay baches en el camino, después de quedarse unos instantes en cabina hace un recorrido hacia atrás, entre los pasajeros ve al maestro de escuela que en horas habrá de iniciar la clase, a la abuela que espera con ansias dar quince besos a cada uno de los quince nietos que no ve desde hace años, a la doctora que cura a niños recién nacidos que desde los primeros días de vida han de enfrentarse con la muerte, no se le escapa la sonrisa de la niña pequeña que le cautiva, ojos color de mar encajan perfectamente con su cabello castaño, un poco más bello que los campos de trigo de su tío Ignacio.

Todas las mañanas en punto de las cuatro de la mañana repetirá el ritual, soñando una y otra vez con abordar al gigante del camino y entablar charla en voz baja con los que se mantengan despiertos en la madrugada; quizá incluso algún día charlemos sobre su pueblo de casas de un solo tono que en la lejanía dan apariencia de mosaico multicolor, por hoy me conformo con verle desde la ventana del autobús, con que el me vea desde la rendija de un centímetro que hace al recorrer la cortina; cuidadosamente, pausado, alerta siempre de que la luz no entre para despertar a sus tres hermanos.