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martes, 31 de mayo de 2016

Ofertas ambulantes

Ataviada con sombrero y falda que arrastra sobre el piso en cada paso que da, asiste, a mi oficina, cada día para venderme un no, dice vender cacahuates, garbanzos, dulces, garapiñados, galletas y hasta chicles de esos que tienen un relleno gelatinoso, muy de moda entre los jóvenes, los que enuncian con letras grandes en su paquete que no contienen azúcar.

Los doscientos días laborables del año pasado, jamás faltó a nuestra cita, de lejos la observo, bajando del transporte publico, cruzando con cautela, lenta como cruzan las ideas por la mente del estudiante que sabe que ha de responder en cada una de las preguntas de un examen final; de repente acelera el paso, podría decirse que vuela, por cuestión de segundos, y haciendo uso de una felina agilidad, evita ser arrollada por un camión que en su caja trasera transporta endulzantes de té y café que han nacido de la tierra y que tardaran días en ser procesados, días más en ser empaquetados, trasladados para su venta y, que, finalmente, llegan hasta ti; grano a grano, se disuelven en tu negra bebida o en aquella agua trasparente amarillenta que usas para calmar el cólico, sea por glotonería del día anterior o por esas cosas que las abuelas decían “son cosas de mujeres”.

Los siguientes dos carriles los atravesó sin contratiempo, hace sus ventas, coloca sus productos, se vacía la canasta de mimbre y en minutos la vuelve a llenar, a su espalda, una mochila roja hace las veces de bodega, la canasta que porta con su diestra es lo equivalente a un exhibidor, ya que, como versa la voz popular: de la vista nace el amor.

Yo soy difícil de convencer, no me basta el amor para justificar glotonería, tampoco cuando arguye a la compasión, si bien es cierto que mi corazón posee pocos trozos de hielo en su interior, también lo es que para eso de las compras suelo ser muy practico, primero surge en la mente la necesidad y objetivo y después el procedimiento de adquisición, no compro por impulso, ni por moda, mucho menos porque este allí, al alcance de la mano la “oportunidad”.

Y así, cada día, haciéndose cinco y después veinte, completando un mes, sin contar los fines de semana o días feriados, se acumulan hasta hacerse el estimado de doscientas jornadas laborales que se desenvuelven a lo largo de un año, y, en cada uno de ellos, ella se acerca para venderme un NO, repite el discurso, obsesivamente acomodados los productos sobre su cesta, los enlista alfabéticamente, espera siete segundos y mi “NO” resuena, se abstiene de agradecer, tampoco insiste, se marcha, ataviada con largas faldas que arrastran cuando camina, del sol se cubre con su sombrero, se aleja para seguir su ruta, para recolectar respuestas afirmativas, para que su cesta se vacié llenándose sus bolsillos.

Hoy encontré siete monedas con el número 1 grabado por el frente, por la espalda poseen el símbolo que representa a un país cualquiera, estaban allí, desparramadas en un cajón, al lado de chocolates a medio comer, un poco mordidos por mi y otro tanto saboreados por un roedor, papeles varios que uno cree que algún día se han de necesitar, dos bolígrafos azules que nunca usé y tres clips color mostaza.

Esas siete monedas creo me alcanzan para garbanzos, cubiertos todos de chile, con un sabor especial, dicen que la boca se hace agua cuando uno escribe ó les recuerda, a mi solo me vino la imagen de ellos envueltos en la bolsa de papel celofán y la confirmación del precio exacto, que alcanzo a cubrir con las siete monedas que encontré perdidas en las angostas paredes del cajón de mi escritorio.


Los camiones hacen sus paradas y no veo faldas largas andar sobre el hirviente pavimento, los rayos de sol caen directo a la avenida, ningún sombrero los guillotina impidiendo que lleguen a la superficie, no hay canasta de mimbre ni letanías memorizadas, tampoco hay orden obsesivo de los productos sobre el recipiente que descansa sobre una diestra; las siete monedas se quedaran para siempre perdidas al fondo de aquel laminado entorno, oyendo doscientos “no” consecutivos, pausados los fines de semana y días feriados, cuando decido comprar un SI, con su ausencia, ella mantiene eternamente nuestro ritual del “NO”.

martes, 24 de mayo de 2016

Un burrito a medio comer

Un poco más de té y un poco menos de amargura, escucha decir a la compañera de oficina, mientras ella observa el plato de cristal sobre el que ha colocado la taza, segundos después presiona el gran 3 y dos ceros con los que completa el ciclo, un pinchazo en ese gran START color sandia es el paso mágico que pone a girar el mundo, colisionando partículas para finalmente entregar un agua más caliente que el calor que ya le quema el cuerpo entero esta mañana.

En la torre principal del edificio, desde el piso 27, verá la vida pasar mientras ella se dedica a las diarias labores administrativas, creerá que socializa al interactuar mediante pantallas de PC y teléfono celular con otro tanto fragmento del mundo que cree que hace lo mismo, una pausa para el desayuno y un sándwich integral elaborado con un pan que le venden como saludable, aunque sería mas sano agarrar a mordidas la bolsa en el que espera envuelto para ser comido.

En el comedor se integra a un grupo de seis personas, todos jóvenes, ó de mediana edad, visten trajes adquiridos en liquidación y corbatas heredadas del abuelo, las féminas con traje sastre o falda que maridan con una blusa a la que atan en la parte superior, enredada al cuello una mascada policromática.

Segundos antes todos tenían sus alimentos para el desayuno y ahora tienen solo un plato vacío y sucio que hay que lavar en las instalaciones de la empresa, en la zona del comedor; tenían también café o té y ahora tienen la vacuidad de sus tazas, tenían sueños y ahora tienen sueño, cada mañana, todos los lunes cuando suena el despertador, los atisbos de libertad que creen perseguir y casi atrapar al llegar el fin de semana, se escapan junto con el sueño con la alarma de las seis.


Juan hoy no es el de siempre, lo notan taciturno, ha dado solo tres sorbos al café y un pequeño mordisco a su burrito, no participa en la conversación aunque si se mantiene atento, repentinamente avienta todo a la basura, incluyendo la corbata color cereza que le regaló su madre el día que inició con ese trabajo, le escuchan correr, bajando por su propio pie cada una de las escaleras, la marcha no se interrumpe, caso contrario se vuelve más frenética con cada piso que desciende, de repente ya no lo ven, lo buscan desde el piso 27 apostado en algún punto de la acera o sobre la calle, sobra decir que la tarea no tiene éxito;  Juan ya escapa en la parte trasera de una camioneta, camuflado con un grupo de hombres que marchan en pos del sustento diario hacia los campos de tabaco en las afueras de la ciudad.

martes, 17 de mayo de 2016

Los acordes de un té acústico

Los acordes de una guitarra endulzan la atmósfera matinal, con sombrero y gabardina le veo tocar, entregando el alma en cada rasgueo; llegó hasta mi por un atisbo de luz, por aquellos andares cotidianos en que ordinariamente encuentras lo extraordinario, la sonrisa de luz al recomendarlo eran ya un buen presagio, la luz, siempre presente en sus ojos, anunciaban una pasión vibrante y encapsulada, de esas que surgen de la nada y a la vez del todo.

Con el misterio de Dupin a medio leer, el séptimo sorbo al Chai y una vista global de la ciudad, ciudad que se parece a todas y cualquiera, donde transitan amigos y enemigos, conocidos y desconocidos, aquellos que se dicen vivos y a la vez no viven, aquellos que se consideran muertos y su corazón aún palpita, su mente emite actividad, consignas elementales y pensamientos abstractos.

Octavo sorbo del Chai, la guitarra sigue sonando, minimizo el procesador de textos y pongo en pantalla completa el vídeo, su sombrero cubriendo parte de su enorme cabellera, una gran vista de una ciudad plagada de verde al fondo.

Ahora me anuncia que necesita al sol…, no canta más de pie sobre una terraza, el lente enfoca las calles de una ciudad, donde transitan apresuradamente los niños hacia el colegio, las madres hacia la oficina y los padres hacia el mercado; en modernos cafés pueden verse sillas colacadas sobre la acera, un par de amigas se ponen al día mientras beben un latte.

Y en esa misma ciudad, donde al marrón y beige de los edificios construyen perfecta estampa, donde el asfalto de las calles y sus arboles a medio vivir se integran a la perfección; justo allí, al interior de un edificio se puede ver a un hombre, escuchando las notas sonar, bebiendo un té ya frio, pues el calor se ha ido y la inspiración también; el rin rin de una campana colocada en el manubrio derecho de una bicicleta ha roto la barrera del sonido, pone en pausa toda pieza musical y se dirige a la ventana para mirar.


Un pedaleo tras otro, ella va en pos de la luz, a él le basta con observarle, mirarle para siempre en su recorrido eterno, tan eterno como el chai, tan eterno como Poe, infinito como las sorpresas, aquellas que pueden encontrarse con el transcurrir de la cotidianidad.