Planteaba Unamuno en la parte final de su
novela “Don Sandalio Jugador de Ajedrez” el cómo se eligen libros, novelas en
el caso que a él le ocupaba, solo por conocer previamente sus argumentos,
entonces al leerlas, no era más que por precisamente encontrar en ellas lo que
previamente ya esperaba el lector encontrar.
Que tanto aplica lo anterior a la vida
cotidiana, en que medida la búsqueda de dicha cotidianidad marca el curso
corriente de los días, cuantas ocasiones al iniciar un “nuevo” día, dicha
novedad no radica más que en que lo único diferente del día anterior es el
nombre con el cual se le denomina.
Deambulaba por las calles de la ciudad con
las ideas anteriores en la cabeza, cuando al voltear a la acera izquierda veo a
un anciano tendido sobre la hierba de un camellón, justo en el momento en que
mi mirada se cruzó con él, sacó una sombrilla y la encajó para con ella amainar
el poder del sol, extiende un mantel sobre el pasto y encima coloca una botella
de refresco vacía y dentro de ella una flor, que parece ser un tulipán, de
colores naranja con toques de amarillo.
Una vez decorada la improvisada estancia se
le ve dar un sorbo a una bebida que guarda celosamente en un termo de acero, de
un litro de capacidad, mientras degusta el líquido devora a la par y con gran
velocidad las páginas de uno de los tres libros que se encuentran depuestos
sobre la grama.
Transcurren cerca de siete minutos y el
cuadro anterior no presenta cambio alguno, el viejo sobre el pasto, termo en
una mano y libro en la otra, soltando uno y otro en distintas ocasiones, el
termo para cambiar de página y el libro para beber del néctar; hasta que, en
cuestión de segundos la fotografía anterior comienza a modificarse, a la escena
se agrega un auto de la policía local, en el cual, después de dar dos rondines,
los pasajeros del vehículo se deciden a parar e interrogar al anciano,
intercambian algunas palabras, las del viejo pulcras y elaboradas, las de los
agentes prolijas y simples; el rictus del hombre de avanzada edad se mantiene
sereno mientras el de sus entrevistadores se pone cada vez más colérico, al
final, con exceso de fuerza y abusando totalmente de la autoridad, que sin pedírsenos,
el pueblo les ha concedido, es trepado a
la parte trasera del vehículo, esposado y despojado de sus objetos personales,
los cuales se confiscan como prueba del atentado cometido, quienes presenciamos
dicha escena no podemos ser más que mero auditorio, el cerco formado por otras
tres patrullas que fueron solicitadas como refuerzos mediante el aparato de
radiocomunicación, limita las posibilidades de tomar un rol protagonista.
La patrulla se marcha y el anciano no se ve
más, se le llevará frente a los encargados de dictar justicia, es muy probable
que sea condenado, los cargos serán cuidadosamente elaborados por los magnates
de la burocracia, el discurso será tan ambiguo que en muchas palabras dirán
poco, y de lo dicho casi nada será entendible; a final de cuentas nuestro
hombre ya ha sido condenado, mucho antes de ser subido a la camioneta policial,
condenado por los paseantes, por sus miradas, por los habitantes de las
ciudades, por los miembros de la sociedad, condenado por atreverse a vivir
distinto, por no pagar en un restaurante cualquiera tres veces más por la misma
bebida que en su termo portaba, condenado también por no solo llevar consigo
los libros como accesorios, sino por leerlos, y lo que es peor, no solo dar
lectura a una parte de ellos en un momento de frenesí intelectual, sino el
leerlos completamente, se le condena también por negarse a comprar los textos
que se encuentran en las listas de los más vendidos, por no aceptar las desinteresadas
sugerencias literarias de los medios de comunicación y elegir con libertad el
material al cual ha de dar lectura, y por si lo anterior fuera poco, el peso mayor
de su condena está basada en la actitud con la que enfrenta la vida, muy
coincidente con ese tal Miguel de Unamuno que al principio del presente escrito
rondaba mis pensamientos; porque el anciano, protagonista de la historia que
ahora traigo ante ustedes, mi reducido y leal grupo de lectores, es partidario
de dejar de lado las sinopsis de los libros, prefiere encontrarse con ellos
página a página, sin esperar argumento alguno, saboreando cada letra y gozándola
así, como ella se entrega, de manera auténtica; sobra decir que dicha actitud también la
muestra ante la vida, y por todo ello, las fuerzas de la autoridad le han
llevado preso, por su propia seguridad, por la nuestra, por la de cada uno de
los que en éstos momentos da lectura al presente texto, porque la vida hay que
vivirla como marcan los cánones, hay que hacer lo que se “debe” hacer en cada
una de sus etapas, ni antes ni después, siguiendo fielmente las indicaciones
que nos son dadas al momento de nacer, al igual que la historia resumida que
presentan las películas en su contraprotada, y en las cuales ya se sabe lo que
sucederá de principio a fin, mucho antes de siquiera poner “play” a la cinta.