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miércoles, 29 de octubre de 2014

Veinte litros de recuerdos

Recuerda haber presenciado partidas memorables mientras aguardaba sentado en el parque, específicamente sobre las sillas colocadas al costado izquierdo de la plaza central.

El primer día que acompañó al abuelo parece una fotografía exacta, intacta y con todos los detalles fielmente guardados en su memoria.

La madre le despertó con tres besos aquella mañana, los primeros dos, colocados uno en cada mejilla, el tercero de ellos le fue puesto poco arriba de sus cejas.

Después de abandonar el estado de modorra que acompaña el despertar de una placida noche de sueño previa, se dirigió a la tina del baño y estuvo allí cerca de media hora.

Salió envuelto en su toalla roja, aquella con estrellas blancas estampadas en toda la superficie, colocó pasta de dientes sabor chicle en su cepillo de dientes y dedicó alrededor de siete minutos a la limpieza de la cueva dentada, profunda y oscura que existía tras sus labios.

Emergió del baño con el aliño completado y retorno a su habitación para enfundarse en camisa a cuadros color verde, completó su atuendo con pantalones cortos color arena sostenidos por tirantes negros, en los pies vistió calcetas del mismo tono y zapatos tenis colorados.

Al llegar al comedor fue recibido con el abrazo fuerte del abuelo, después de saludarlo tomó asiento a su derecha.

El tocino colocado en el plato era incluso más crujiente que el cono de nieve de galleta que comió horas más tarde, los bolillos que su madre le acercó parecían más suaves que las mismas nubes, qué decir del chocolate que rellenaba su taza color olivo, su sabor casi era tan dulce como el de lo vivido durante aquella mañana.

Recogió los trastos y los llevó al fregadero, lavó por segunda ocasión sus dientes y retocó el peinado, mientras, en la sala, su madre y el abuelo tomaban el café sentados sobre el algo desgastado más aún confortable sillón.

Lo pensó por siete minutos que le resultaron más largos que la misma cantidad de días que tiene una semana entera, al fin se decidió a ingresar, con una suave tosecilla anunció anticipadamente su acceso, sus ancestros notaron enseguida su presencia y le dedicaron una gran sonrisa, completada con miradas luminosas.

Su madre, colocada bajo el marco de la puerta, los despidió agitando efusivamente la mano derecha, conforme avanzaban en su caminata la figura de la progenitora se iba disolviendo.

Al abuelo le fascinaba caminar, por lo cual recorrieron las catorce cuadras andando sobre sus pies, precisamente al recorrer dicho camino, fue que el viejo compró, para regalárselo, el anteriormente citado barquillo crujiente de galleta, sobre de éste tres redondas montañas de fresa, vainilla y chocolate tomaron lugar; conforme se acercaron al parque dichas esferas frías fueron desapareciendo, devoradas todas por una inquieta lengua, besadas ocasionalmente por un par de labios que buscaban darle forma nuevamente redondeadas cuando intentaban escapar ocultas tras su apariencia líquida.

Dieron los pocos pasos finales y arribaron al fin a la plaza, se sentaron sobre una de las sillas depuestas alrededor de las mesas del cuadro de metal que era sostenido por patas de acero, colocadas cada una en las cuatro esquinas, sobre la superficie de la mesa se hallaba pintada una figura.

Dicha imagen era bicolor, el blanco y rojo se sucedían en cada casilla, un total de sesenta y cuatro espacios formando al final un único cuadrado, alrededor del dibujo central un logotipo de una marca de refresco.

Un clic del mecanismo lo regresa al presente, los veinte litros de gasolina solicitados por el conductor han sido despachados por la bomba; retira la manguera y cierra la tapa del tanque, le es pagado el total y se agrega una propina, el auto arranca.

Él agita la mano igual que la agitó su mamá hace algunos ayeres, conforme la camioneta se aleja el tablero se vuelve cada vez más borroso, la en apariencia olvidada figura se hallaba plasmada sobre la superficie de la mesa de metal que el cliente cargaba en la caja de su camioneta, junto con tres sillas de plástico, dos balones de fútbol y una tienda de campaña.

La figura ha desaparecido por completo, él, estando aún en un estado de trance, se dirige al baño a miccionar; se coloca frente al urinal, mientras el chorro escapa poco a poco de su cuerpo dice a su vecino de mingitorio:


“Cuantas cosas pintadas en los objetos pueden ser llave de acceso a las bodegas de la memoria”.

martes, 21 de octubre de 2014

Pulgar arriba para la familia

Motivos folclóricos se ven por todas las paredes del restaurante, el menú del día exhibido en cada una de las pizarras, a la usanza antigua se le pinta con tiza, eso sí, no solo blanca sino que en las letras es posible notar diversidad de colores.

En la mesa de la entrada se ve a una pareja, ella pide café y él decide beber un licuado de fresa, al centro se aprecian dos piezas de pan completas y una a punto de desaparecer, las mordidas que cada uno de ellos ha dado se pueden notar en los bordes ya deformes de la antes figura circular, cubierta con azúcar y toques de chocolate, la toman a la par para darle fin y por la coincidencia de la acción emiten una sonrisa, ella da un mordisco pequeño y deja en él la responsabilidad de hacerle desaparecer.

En otra de las mesas se ve a cuatro hombres, pudiese aplicar el término “de negocios”, solo que hoy es domingo, posiblemente se trata del grupo que en la semana une fuerzas para sacar avante los distintos retos del mundo laboral, y precisamente por tan cargada agenda, es hoy que ha llegado el tan ansiado descanso. Dan vuelta a las tazas que yacían sobre los platos y brindan una ojeada al menú, sus movimientos indican que tienen poco tiempo de haber llegado.

Escenas similares se encuentran en el resto de las mesas, son todas parte de una estampa grupal que suele darse los fines de semana, caracterizadas por desayunos que inician casi cuando termina la mañana, normalmente en grupo y con elevado nivel de actividad verbal entre los comensales, generalmente se verá a las personas de dichos cuadros vestir de manera relajada, pantalones cortos, gorras y las camisas compradas en el viaje vacacional del pasado año no son difíciles de encontrar.

Pese a las diferencias existentes entre los seres humanos suele existir en determinadas situaciones una conducta, o serie de conductas denominada “típica”, ejemplo de estas serían todas las descritas en párrafos anteriores, es decir, lo que es común y frecuente encontrar en la hora del desayuno de un restaurante cualquiera durante un fin de semana.

Y precisamente por romper el esquema “tipo” de la situación y conductas asociadas, es que capta la atención una de las mesas, específicamente la situada al lado izquierdo de la puerta de acceso del restaurante; en ella se observan tres generaciones coincidiendo en un solo momento temporal, el pequeño, rondando los catorce años, ávido lector, con audífonos colocados sobre el cuello a manera de accesorio funcional, su vestimenta cumple con las normas establecidas por la sociedad para el grupo etario al que pertenece: camiseta cuello redondo de algodón con la imagen de alguno de los ídolos musicales del momento, de esos poco populares y que solo gustan a los iniciados, que han superado la fase pop de la adolescencia, pantalones de mezclilla que rompen la perfección con dos elementos: sus rasgaduras sobre los muslos y los lunares blancos asemejando decoloración por blanqueador en las rodillas; su cabello luce corto y alborotado. Junto a el se encuentra la dadora de vida, la madre viste con estilo deportivo, un ligero sweater que hace juego con el pantalón, remata el atuendo con zapatos tenis. Completando el grupo y como representante de la primera generación se ve a un hombre de una edad un tanto avanzada, posiblemente ronde los setenta años, viste sencillo, camiseta color café un tanto desgastada que no guarda sincronía con el pantalón formal que coloca sobre sus extremidades inferiores, en los pies ha colocado un par de sandalias, con sus anteojos recorre una y otra vez el menú, sin encontrar algo que resulte de su agrado.

Se acerca la mesera y el grupo hace una pausa en sus actividades, el joven pide solo hot cakes y los acompaña con leche fría, la madre plato de fruta, café y pan francés, el viejo comenta largamente el menú con la empleada, intercambia sonrisas, miradas, una que otra anécdota fugaz y finalmente se decide por hígado encebollado, agrega agua fresca de guayaba y pide un café de olla.

Cuando la mesera se retira el grupo vuelve a la actividad, el joven, libro en mano decide adentrarse en mundos fantásticos olvidando así el circundante, paradójicamente dedica casi veinte minutos a las aventuras del viejo presentado por un autor de origen estadounidense, mientras que a su viejo, al real, al de carne y hueso sentado a su lado izquierdo, dedica parcas frases con las cuales inicia y cierra a la vez todo intento de comunicación, el abuelo intenta dar opinión sobre las letras que el nieto lee, más cada vez que lo hace recibe unos golpes que van directo al corazón, estos no son dados por los puños, sino por los ojos, y no es un extraño el que los propina, sino su propio nieto, por ello desiste en sus intentos de interacción. Intentará mejor dialogar con su hija, rescatando tal vez algún recuerdo de cuando ya hace muchos ayeres era ella una niña y el un hombre de mediana edad, los domingos tenían un cariz especial, pues el padre pasaba la semana trabajando, y al concluir está, optaba por tener encuentros especiales con su pequeña, unos días llegaba con un muñeco de peluche, a ella le fascinaban los elefantes, otros prefería darle regalos que fueran directos al paladar y sabía el amor que ella tenía por el chocolate blanco, así que camino a casa se paraba en alguna confitería y destinando una sexta parte de lo ganado en la semana compraba casi medio kilo del dulce regalo; “sí, le hablare del chocolate, averiguaré cuantos come en la semana, cuales son ahora sus escondites, como se llama su marca favorita y preguntaré sobre todo, si aún conserva esa manera especial de comerlos, abriendo los paquetes con los ojos cerrados y pasándolos por su nariz seis segundos, antes de dar la primer mordida”.

La pequeña responde con un “estoy a dieta papá, ya no puedo comer chocolates”, el postre de helado que uno de los meseros coloca en la mesa contigua es tres veces mas cálido que la frase dicha, motivo por el cual el viejo decide cesar todo intercambio de palabras.

La mañana sigue su curso, en cada uno de las mesas se ve a personas dando flujo a su vida, la pareja no está más, las migas de la concha de chocolate han sido recogidas y su espacio se encuentra ahora libre, los cuatro hombres cierran con abrazos su encuentro, cada uno se ofrece a pagar la cuenta y al final es aquel que posee el importe exacto el que lo hace, el niño de pícara mirada le da una sonrisa al abuelo vecino, ha logrado desaparecer toda una copa de helado de vainilla.

Y en la mesa atípica el tiempo también ha seguido su marcha, la madre devora el plato con fruta, gusta especialmente de la sandia y la piña, el pan francés es retirado casi completo, todo ello realizado con la mano izquierda, dado que en la derecha ha sido colocado el celular, mientras da un sorbo a su bebida postea lo delicioso que ha sido el desayuno; con la zurda, el tenedor lleva a la boca un trozo de melón, mientras con la diestra da like a las fotografías del viaje de una de sus amigas;  el joven recorre treinta páginas más de las andanzas de su longevo protagonista, es regañado por su madre cuando intenta colocar los audífonos sobre sus oídos, haciendo énfasis en que se está desayunando y por tanto está prohibido lo que intenta hacer, dicho esto vuelve al mundo que la pantalla de 5.7 pulgadas y alta resolución le ofrece; el joven se conforma con las letras y renuncia a la música, antes de iniciar nuevo capitulo gira su rostro hacía donde está sentado el abuelo, ni siquiera intentes opinar, le dice con la mirada.

Se ve ahora en esa mesa a tres personas sentadas, se encuentran juntas más esto para nada implica que estén unidas, dos de ellas adentradas en sus actividades, el tercero, el viejo, recorre con su mirada cada una de las mesas del restaurante, se pregunta porque su familia no lo quiere, porque odian tanto que hable, que es lo que hace falta para que confíen en que él sabe de letras, qué es necesario hacer para que le den oportunidad de compartir sobre las dietas, el también ha leído sobre carbohidratos y proteínas, dado que sabe que son temas que le agradan a su hija; los autores que ahora están de moda no son nada frente a los Wilde, los Proust, los Hugo, porque no habría de comprender las sencillas tramas de los autores modernos cuando ha desmembrado las ideas de Kafka, quedándole muy claro que no se puede dar forma a aquel insecto en que al final se transforma Samsa.


Los cuestionamientos que se hacía son interrumpidos por la mesera, quien coloca la cuenta sobre la mesa, la madre hace el pago y agrega lo correspondiente de propina, el joven coloca bajo su brazo el grueso libro, y al fin le es permitido poner los audífonos sobre las orejas, el viejo acaricia al devorador de postres de helado de la mesa vecina y entabla conversación con sus padres, está no dura más de tres minutos porque la pequeña le apura, le recuerda que no puede estar mucho rato de pie; antes de subir al auto los coloca junto a su lado, el viejo a la derecha, se mueve casi por inercia, con tal de dar gusto a la hija finge una sonrisa, el joven borra el gesto de enfado porque quiere evitar discusiones en el camino, la madre extiende el brazo y con la cámara de 10 megapíxeles de su celular captura el momento.

La fotografía ahora ha pasado del mundo físico a una red social virtual, han sido colocadas junto a ella las respectivas etiquetas, todas haciendo alusión al amor de la familia, la delicia de desayunar o lo placido del domingo, en tan solo siete minutos ha reunido mas de setenta y cinco likes.

martes, 14 de octubre de 2014

Hilo negro para el desayuno

Con su Olivetti Studio 46 se instala en la mesa del balcón del “Desayunador Ramírez”, le es servido un vaso con leche tibia y él mismo agrega un poco del café pequeño –es como gusta de llamar al espresso, incluso nunca ha preguntado su nombre correcto– que le colocan a un lado.

Cuando la camarera se acerca para corroborar la orden habitual, él asiente con una sonrisa y repite la indicación de casi todas las mañanas, solicitando en ella que dos tercios de la carne se cocinen a punto medio y el restante a tres cuartos, manías de viejo, se dice a si mismo; acto seguido dirige la vista al parque situado bajo la plaza comercial de la cual el restaurante forma parte.

Observa sobre una banca a una niña que da sorbos gustosa a un líquido oscuro coronado con capas de un líquido semiblanco y de consistencia viscosa, el encontrarse enfundada en uniforme del cole indica que ha salido antes de la hora común, ya sea porque la madre que espera paciente a su lado tenga algún asunto importante que atender, o porque el circulo docente haya tenido nuevamente diferencias con las autoridades que llevan a cabo la función directiva del plantel.

A nueve metros de ellas se ve a un chaval que ronda los dieciséis, pantalón azul de mezclilla y camisa blanca parecen ser atuendo popular en chicos de su edad, dado que si se hiciera un conteo en este justo momento de los jóvenes que deambulan por las calles que rodean el parque e incluso sobre de éste, contaríamos no menos de veinte que lucen de manera similar, este fenómeno pone a pensar al hombre que sigue sin sacar su maquina del maletín, reflexiona sobre el cómo es que a esa edad se busca tanto la identidad, autonomía e independencia, y al final se sale a las calles triunfante por haberla al fin alcanzado, aunque cuando se emprenda la marcha triunfal, esta se haga siendo parte de una masa infinita que cubre de azul las piernas y de blanco el pecho.

Saca al fin la maquina de escribir, cree haber atrapado la historia del día, tal vez de la semana, incluso puede ser que dicho tema brinde inspiración para todo un año de letras, justo cuando va a poner título a su ensayo hace una pausa, sus pensamientos y reflexiones son interrumpidos por los que sobre la avenida 4 circulan; ve que no solo son los púberes quienes se uniforman para marcar su crecimiento, se da cuenta también que los adultos visten de traje, que usan corbata y que asisten en ciertas horas a un trabajo, todo ello para dar fe a que el rito iniciático que les transforma en “hombres” ha sido cumplido; nota en la esquina de calle 2 y avenida 4 a un grupo de mujeres, también ellas han perdido esencia, mas allá de vestir con falda o pantalón llama su atención que se enfatizan como mujeres colocando polvos en su rostro, objetos colgantes en sus orejas, líneas trazadas con un lápiz en sus ojos y labios.

Después de contemplar lo descrito decide abortar su texto, de un suave tirón arranca la hoja de blanco papel del rodillo de la  Studio 46, hace un avión con ella y éste aterriza en la cabeza de la niña que con el último sorbo da fin a su mezcla de hielo, vainilla y leche condensada, segundos antes de emprender con su madre la marcha hacía la casa del tío Manuel.

martes, 7 de octubre de 2014

Recolectando al alba

Pilas de documentos sobre el escritorio, siete mensajes sin revisar en el móvil, sesenta y cuatro correos electrónicos marcados como “urgente” y doscientos más que se pierden en el resto de mensajes “no leídos”, definitivamente los frutos del éxito no son los esperados, piensa mientras da la última mordida a la galleta número cuatro de la mañana, el bocado se niega a pasar y es ayudado por un sorbo de café soluble de baja calidad.

Apaga el monitor, la oscuridad emanada por éste junto con el filtro de radiación logra crear un funcional espejo, del bolso de mano retira los aditamentos necesarios para retocar, a tan solo una hora de haber sido colocado, el maquillaje, un poco de rubor por los pómulos para destacarlos, re-delinear lo delineado con antelación, limpiar los labios del carmín que les vestía y colorearlos con el mismo tono al final, todo ello parte de la rutina matutina con la cual Laura inicia su mañana.

Comienza revisando un expediente que hace referencia al irregular historial financiero de una persona para ella desconocida, lo que si resulta de su dominio es que gran parte de la serie de elementos enunciados tienen lugar en un punto geográfico no del todo desconocido para ella, el nombre del pueblo en el cual el señor M., foco de análisis para el ejercicio crediticio, desarrolla sus actividades laborales es un lugar cercano a las tierras en las cuales Laura pasó su primera infancia.

Vienen a su mente despertares al alba, corriendo las tres hermanas hacía la gruta, en el camino los amplios vestidos eran bañados por el rocío y servían de cesta improvisada para  recolectar distintos tipos de flores, y si había suerte algunos pomelos u otros frutos comestibles.

Ahora esas carreras se siguen dando, solo que las lleva a cabo en soledad, no son ya una competencia infantil que baña de gloria a la ganadora, sino una lucha diaria para obtener un buen lugar en el transporte público, los amplios vestidos los usó al inicio de su incursión al bosque de asfalto, solo que conforme fue recolectando en distintas mañanas, ya no pomelos, ni fresas, cerezas o ciruelas, sino silbidos, miradas y hasta intentos de invasión a su espacio personal, optó por modificar su atuendo, del amplio vestido pasó a faldas ejecutivas y finalmente a traje sastre, pantalón, blusa y saco para protegerse en un mundo en el cual pese a distintas consignas, mensajes en los medios y discursos continuos, sigue prevaleciendo la ley del más fuerte, y este al parecer, en los tiempos actuales y en el lugar donde lleva a cabo su cotidiana existencia, sigue siendo la —muchas veces lasciva— figura masculina.

Imprime el sello de aprobado en la cara superior del sobre que contiene el grueso expediente de M., sin siquiera leerlos borra los sesenta y cuatro mensajes urgentes de su bandeja de entrada, responde con cinco palabras a cada uno de los siete mensajes de su teléfono celular, devora la sexta galleta de la mañana y arroja el paquete vacío al cesto de la basura, definitivamente los frutos del éxito no empatan con lo soñado, se dice a si misma mientras hace desaparecer para siempre con un sorbo que parece eterno, esa desagradable mezcla de agua caliente y polvo carente de alma que sus compañeros de oficina —y una gran parte de habitantes de los bosques de asfalto— han dado por llamar café.