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martes, 7 de junio de 2016

En blanco y negro

"Pool and beer" promete el cartel luminoso colocado en la marquesina de la segunda planta del tercer local de la plaza que se encuentra al cruzar la avenida; seis carriles que después de recorrerlos invitan a subir por una escalera de metal, la cual una vez escalada, cual cueva de Alí Babá, dará acceso a una serie de invaluables tesoros, la fría bebida, por ejemplo, luce tremendamente atractiva, los 37 grados en el ambiente la convierten en un manjar; bebiendo el néctar ambarino mientras se ve pasar la mañana, frente al universo infinito que tiene el mismo tamaño que una mesa de rojo paño, compuesto por 15 bolas numeradas y una totalmente albina, todas ellas sujetas a la dictatorial fuerza que han de imprimirles mis golpes.

Pido la mesa del rincón, me atrae tanto la soledad como la vista que tengo desde mi sitio, al mirar por la ventana veo a esa gente que tiene una vida, una rutina, aquello que osan llamar "sentido”, un algo que les hace despertarse las mañanas, tomar café a las ocho, odiar los lunes y amar los viernes; yo, desde hace mucho que no cuento los días, no hay horarios, no hay rutinas, no hay jornadas.

Solo importa que en el bolsillo haya un poco de dinero, los pesos necesarios para pagar aquello que salga al paso, por ejemplo los alimentos que ya estoy ingiriendo, y que el día de hoy consisten en una sopa caliente, tomada en un vaso de unicel, junto con refresco lima-limón.

El último sorbo de la bebida emite un simpático sonido, con las manos extraigo los restos de sopa que se esconden al fondo del vaso, calculo mi tiro, embuchaco la número 8, una bola toda negra, que contrasta a la perfección con la blanca que la golpea, blanc et noir comme le film classique que je vu hier, mi mente divaga en un idioma ajeno.

Levanto la mano, apuntó a la mesa, enseño un billete e instantes después lo dejo sobre el improvisado comedor, no espero el cambio, bajo la escalera, cruzo los seis carriles y espero en la acera, ¿qué espero?...

Un nada, un todo, quizá alguna rutina, algunos horarios, lunes y viernes, fines de semana, el café de las ocho, sentido de vida.

martes, 31 de mayo de 2016

Ofertas ambulantes

Ataviada con sombrero y falda que arrastra sobre el piso en cada paso que da, asiste, a mi oficina, cada día para venderme un no, dice vender cacahuates, garbanzos, dulces, garapiñados, galletas y hasta chicles de esos que tienen un relleno gelatinoso, muy de moda entre los jóvenes, los que enuncian con letras grandes en su paquete que no contienen azúcar.

Los doscientos días laborables del año pasado, jamás faltó a nuestra cita, de lejos la observo, bajando del transporte publico, cruzando con cautela, lenta como cruzan las ideas por la mente del estudiante que sabe que ha de responder en cada una de las preguntas de un examen final; de repente acelera el paso, podría decirse que vuela, por cuestión de segundos, y haciendo uso de una felina agilidad, evita ser arrollada por un camión que en su caja trasera transporta endulzantes de té y café que han nacido de la tierra y que tardaran días en ser procesados, días más en ser empaquetados, trasladados para su venta y, que, finalmente, llegan hasta ti; grano a grano, se disuelven en tu negra bebida o en aquella agua trasparente amarillenta que usas para calmar el cólico, sea por glotonería del día anterior o por esas cosas que las abuelas decían “son cosas de mujeres”.

Los siguientes dos carriles los atravesó sin contratiempo, hace sus ventas, coloca sus productos, se vacía la canasta de mimbre y en minutos la vuelve a llenar, a su espalda, una mochila roja hace las veces de bodega, la canasta que porta con su diestra es lo equivalente a un exhibidor, ya que, como versa la voz popular: de la vista nace el amor.

Yo soy difícil de convencer, no me basta el amor para justificar glotonería, tampoco cuando arguye a la compasión, si bien es cierto que mi corazón posee pocos trozos de hielo en su interior, también lo es que para eso de las compras suelo ser muy practico, primero surge en la mente la necesidad y objetivo y después el procedimiento de adquisición, no compro por impulso, ni por moda, mucho menos porque este allí, al alcance de la mano la “oportunidad”.

Y así, cada día, haciéndose cinco y después veinte, completando un mes, sin contar los fines de semana o días feriados, se acumulan hasta hacerse el estimado de doscientas jornadas laborales que se desenvuelven a lo largo de un año, y, en cada uno de ellos, ella se acerca para venderme un NO, repite el discurso, obsesivamente acomodados los productos sobre su cesta, los enlista alfabéticamente, espera siete segundos y mi “NO” resuena, se abstiene de agradecer, tampoco insiste, se marcha, ataviada con largas faldas que arrastran cuando camina, del sol se cubre con su sombrero, se aleja para seguir su ruta, para recolectar respuestas afirmativas, para que su cesta se vacié llenándose sus bolsillos.

Hoy encontré siete monedas con el número 1 grabado por el frente, por la espalda poseen el símbolo que representa a un país cualquiera, estaban allí, desparramadas en un cajón, al lado de chocolates a medio comer, un poco mordidos por mi y otro tanto saboreados por un roedor, papeles varios que uno cree que algún día se han de necesitar, dos bolígrafos azules que nunca usé y tres clips color mostaza.

Esas siete monedas creo me alcanzan para garbanzos, cubiertos todos de chile, con un sabor especial, dicen que la boca se hace agua cuando uno escribe ó les recuerda, a mi solo me vino la imagen de ellos envueltos en la bolsa de papel celofán y la confirmación del precio exacto, que alcanzo a cubrir con las siete monedas que encontré perdidas en las angostas paredes del cajón de mi escritorio.


Los camiones hacen sus paradas y no veo faldas largas andar sobre el hirviente pavimento, los rayos de sol caen directo a la avenida, ningún sombrero los guillotina impidiendo que lleguen a la superficie, no hay canasta de mimbre ni letanías memorizadas, tampoco hay orden obsesivo de los productos sobre el recipiente que descansa sobre una diestra; las siete monedas se quedaran para siempre perdidas al fondo de aquel laminado entorno, oyendo doscientos “no” consecutivos, pausados los fines de semana y días feriados, cuando decido comprar un SI, con su ausencia, ella mantiene eternamente nuestro ritual del “NO”.

martes, 24 de mayo de 2016

Un burrito a medio comer

Un poco más de té y un poco menos de amargura, escucha decir a la compañera de oficina, mientras ella observa el plato de cristal sobre el que ha colocado la taza, segundos después presiona el gran 3 y dos ceros con los que completa el ciclo, un pinchazo en ese gran START color sandia es el paso mágico que pone a girar el mundo, colisionando partículas para finalmente entregar un agua más caliente que el calor que ya le quema el cuerpo entero esta mañana.

En la torre principal del edificio, desde el piso 27, verá la vida pasar mientras ella se dedica a las diarias labores administrativas, creerá que socializa al interactuar mediante pantallas de PC y teléfono celular con otro tanto fragmento del mundo que cree que hace lo mismo, una pausa para el desayuno y un sándwich integral elaborado con un pan que le venden como saludable, aunque sería mas sano agarrar a mordidas la bolsa en el que espera envuelto para ser comido.

En el comedor se integra a un grupo de seis personas, todos jóvenes, ó de mediana edad, visten trajes adquiridos en liquidación y corbatas heredadas del abuelo, las féminas con traje sastre o falda que maridan con una blusa a la que atan en la parte superior, enredada al cuello una mascada policromática.

Segundos antes todos tenían sus alimentos para el desayuno y ahora tienen solo un plato vacío y sucio que hay que lavar en las instalaciones de la empresa, en la zona del comedor; tenían también café o té y ahora tienen la vacuidad de sus tazas, tenían sueños y ahora tienen sueño, cada mañana, todos los lunes cuando suena el despertador, los atisbos de libertad que creen perseguir y casi atrapar al llegar el fin de semana, se escapan junto con el sueño con la alarma de las seis.


Juan hoy no es el de siempre, lo notan taciturno, ha dado solo tres sorbos al café y un pequeño mordisco a su burrito, no participa en la conversación aunque si se mantiene atento, repentinamente avienta todo a la basura, incluyendo la corbata color cereza que le regaló su madre el día que inició con ese trabajo, le escuchan correr, bajando por su propio pie cada una de las escaleras, la marcha no se interrumpe, caso contrario se vuelve más frenética con cada piso que desciende, de repente ya no lo ven, lo buscan desde el piso 27 apostado en algún punto de la acera o sobre la calle, sobra decir que la tarea no tiene éxito;  Juan ya escapa en la parte trasera de una camioneta, camuflado con un grupo de hombres que marchan en pos del sustento diario hacia los campos de tabaco en las afueras de la ciudad.

martes, 17 de mayo de 2016

Los acordes de un té acústico

Los acordes de una guitarra endulzan la atmósfera matinal, con sombrero y gabardina le veo tocar, entregando el alma en cada rasgueo; llegó hasta mi por un atisbo de luz, por aquellos andares cotidianos en que ordinariamente encuentras lo extraordinario, la sonrisa de luz al recomendarlo eran ya un buen presagio, la luz, siempre presente en sus ojos, anunciaban una pasión vibrante y encapsulada, de esas que surgen de la nada y a la vez del todo.

Con el misterio de Dupin a medio leer, el séptimo sorbo al Chai y una vista global de la ciudad, ciudad que se parece a todas y cualquiera, donde transitan amigos y enemigos, conocidos y desconocidos, aquellos que se dicen vivos y a la vez no viven, aquellos que se consideran muertos y su corazón aún palpita, su mente emite actividad, consignas elementales y pensamientos abstractos.

Octavo sorbo del Chai, la guitarra sigue sonando, minimizo el procesador de textos y pongo en pantalla completa el vídeo, su sombrero cubriendo parte de su enorme cabellera, una gran vista de una ciudad plagada de verde al fondo.

Ahora me anuncia que necesita al sol…, no canta más de pie sobre una terraza, el lente enfoca las calles de una ciudad, donde transitan apresuradamente los niños hacia el colegio, las madres hacia la oficina y los padres hacia el mercado; en modernos cafés pueden verse sillas colacadas sobre la acera, un par de amigas se ponen al día mientras beben un latte.

Y en esa misma ciudad, donde al marrón y beige de los edificios construyen perfecta estampa, donde el asfalto de las calles y sus arboles a medio vivir se integran a la perfección; justo allí, al interior de un edificio se puede ver a un hombre, escuchando las notas sonar, bebiendo un té ya frio, pues el calor se ha ido y la inspiración también; el rin rin de una campana colocada en el manubrio derecho de una bicicleta ha roto la barrera del sonido, pone en pausa toda pieza musical y se dirige a la ventana para mirar.


Un pedaleo tras otro, ella va en pos de la luz, a él le basta con observarle, mirarle para siempre en su recorrido eterno, tan eterno como el chai, tan eterno como Poe, infinito como las sorpresas, aquellas que pueden encontrarse con el transcurrir de la cotidianidad.

martes, 26 de abril de 2016

Pastel de zanahoria

Tomo el cuchillo con la mano izquierda, lo observo, le doy vuelta y un reflejo de la hoja muy afilada encandila por un momento mi visión, después lo paso a la mano derecha, miro el pastel casi completo y elijo el pedazo que he de cortar para devorar, una mitad de nuez y un mini trozo de piña logran colarse en mi elección.

Poco antes de llevarlo a la boca veo pasar por la ventana un pensamiento que ninguno de mis amigos puede captar.

Me ausento unos segundos, pretextando que iré al servicio para desahogar la vejiga; ya estando afuera le veo una vez más, viste de blue jeans y camisa negra, le observo de frente y logro calcular su edad, no más de veinte años, no menos de diecisiete.

Hace unas señas con las manos, me son incomprensibles, camina dando pasos hacia atrás, yo los doy hacia adelante y nuestra danza paralela se prolonga por minutos, sigue haciendo las señas, creo que voy entendiendo.

Se detuvo para sentarse sobre la banqueta, indica con la mano que me acerque, finalmente me siento a su lado.

Dice que puede hablar y que yo puedo entenderle, que es normal que en un inicio me cueste trabajo traducir lo que él quiso decirme, que conforme avance el tiempo podremos entendernos a la perfección; estaba por preguntar cuanto tiempo, más veo innecesaria la pregunta al percatarme de que ya hablamos la misma lengua.

Solo quiere un poco de pastel, lleva un par de lustros sin comerle, le vendría bien un vaso con leche, le comento que solo tengo café, niega con la cabeza; dice que me esperará sentado en donde está, que prefiere quedarse allí, menciona que para muchos de mis amigos su presencia resulta detestable, irreal e imposible; en definitiva esperará, allí donde nadie quiere verle, sobre el calor del asfalto que le sienta bien a su cuerpo helado, me invita a regresar, a departir, bromear y concluir la reunión, me dice que coma mi pastel, que me tome el tiempo y lo pase con café, ya que para el esperar es lo de menos, lo hará pacientemente, aguardando para que yo degluta en totalidad la tarta de zanahoria que ha sido servido en mi plato, aquel que ha quedado en el interior del salón, al que mis amigos han espantado ya una que otra mosca con el movimiento de sus manos.

viernes, 15 de enero de 2016

Atisbo de luz en carretera



Una serie de casas de color único se convierten desde la lejanía en visión  de mosaico multicolor; en la azul, quizá en la verde, tal vez en la roja e incluso puede ser que en la que luce el color ladrillo original, pues jamás ha sido pintada; en una de ellas vive Javier.

Despierta a las 4 de la madrugada, no porque así se estile en su comunidad, sino porque el concierto de motores de la lejanía se percibe mejor cuando aún la música comunitaria no ha iniciado a sonar, cazuelas sobre las que hierve la manteca emiten sonidos al recibir los frijoles, el chorro de café que poco a poco colma los cántaros de padre y madre, de muchos padres y madres de las casas multicolor, otros pocos solo con padre y un número significativo solo con madre, aquella que años después dejó de creer en la promesa de retorno del esposo errante, quizá en el país vecino, muy probablemente en los cercos de miseria de alguna ciudad fronteriza.

Cuatro de la mañana, punto del día favorito de Javier, escucha a lo lejos los motores, conforme avanzan, el recorrido el ruido armónico de los vehículos se siente al lado de la casa, recorre la cortina de su ventana apenas un centímetro, aunque la luz se encuentra  ausente en el exterior, el teme que si esta entra sus tres hermanos despierten y se desquiten golpeando con los puños su espalda, rostro y cabeza.

Cuatro con siete, el gigante del camino hace pasarela frente a su ventana, alcanza a leer el nombre de un lugar que no conoce, imagina al chofer con su esposa al lado, se pregunta como harán para poder mantener el café dentro del cántaro cuando hay baches en el camino, después de quedarse unos instantes en cabina hace un recorrido hacia atrás, entre los pasajeros ve al maestro de escuela que en horas habrá de iniciar la clase, a la abuela que espera con ansias dar quince besos a cada uno de los quince nietos que no ve desde hace años, a la doctora que cura a niños recién nacidos que desde los primeros días de vida han de enfrentarse con la muerte, no se le escapa la sonrisa de la niña pequeña que le cautiva, ojos color de mar encajan perfectamente con su cabello castaño, un poco más bello que los campos de trigo de su tío Ignacio.

Todas las mañanas en punto de las cuatro de la mañana repetirá el ritual, soñando una y otra vez con abordar al gigante del camino y entablar charla en voz baja con los que se mantengan despiertos en la madrugada; quizá incluso algún día charlemos sobre su pueblo de casas de un solo tono que en la lejanía dan apariencia de mosaico multicolor, por hoy me conformo con verle desde la ventana del autobús, con que el me vea desde la rendija de un centímetro que hace al recorrer la cortina; cuidadosamente, pausado, alerta siempre de que la luz no entre para despertar a sus tres hermanos.