Sentada frente al televisor se descalza mientras la pantalla
proyecta los comerciales que inician a la media noche, en la mano izquierda
sujeta el control remoto, en la derecha la cuarta cerveza del paquete con seis
que adquirió en la tienda camino a casa.
Durante el día, ante los ojos de los demás, ella es
recepcionista de un hotel que se encuentra a ochocientos metros de su casa,
desde hace seis meses cubre el turno matutino.
El desayuno lo efectúa de pie al lado del refrigerador,
comúnmente el menú lo integran una pieza de fruta o pan, media taza de leche y
un café que prepara para luego depositar en el termo de de acero con capacidad
para un litro, bebe la mitad camino al hotel y el resto en las primeras horas
de la jornada.
La forma en que lleva a cabo las tareas laborales no son
descritas a fondo, porque ella misma no lo recuerda, pareciera una maquina que
ha sido programada para sonreír, levantar el teléfono, registrar en la libreta
nombres de gente que llega y familias que se van.
La comida diaria la lleva a cabo en la mesa del fondo del
restaurante del mismo hotel, los lunes pide pollo, los martes un bistec, los
miércoles son de pescado, jueves de pasta y viernes de vegetales al vapor; si
alguno de los compañeros del hotel o un cliente asiduo del restaurante olvida
en su conversación el día de la semana en el que se encuentra, le basta con
voltear hacia el plato de Martina, observar lo que esta come, para al instante
ubicarse en el tiempo.
Paga cerrando la cuenta en cien pesos, ninguna de sus cinco
opciones supera en costo la cifra señalada, apenas se despide, antes de marcar
su tarjeta en el reloj checador.
Solo bebe los viernes, compra seis cervezas, bebe tres
completas y deja la cuarta a la mitad, las dos que quedan sin abrir las regala
el lunes por la mañana al joven que le ayuda a llevar hacia la esquina las
bolsas con basura que se acumulan en la semana.