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miércoles, 28 de octubre de 2015

Martina

Sentada frente al televisor se descalza mientras la pantalla proyecta los comerciales que inician a la media noche, en la mano izquierda sujeta el control remoto, en la derecha la cuarta cerveza del paquete con seis que adquirió en la tienda camino a casa.

Durante el día, ante los ojos de los demás, ella es recepcionista de un hotel que se encuentra a ochocientos metros de su casa, desde hace seis meses cubre el turno matutino.

El desayuno lo efectúa de pie al lado del refrigerador, comúnmente el menú lo integran una pieza de fruta o pan, media taza de leche y un café que prepara para luego depositar en el termo de de acero con capacidad para un litro, bebe la mitad camino al hotel y el resto en las primeras horas de la jornada.

La forma en que lleva a cabo las tareas laborales no son descritas a fondo, porque ella misma no lo recuerda, pareciera una maquina que ha sido programada para sonreír, levantar el teléfono, registrar en la libreta nombres de gente que llega y familias que se van.

La comida diaria la lleva a cabo en la mesa del fondo del restaurante del mismo hotel, los lunes pide pollo, los martes un bistec, los miércoles son de pescado, jueves de pasta y viernes de vegetales al vapor; si alguno de los compañeros del hotel o un cliente asiduo del restaurante olvida en su conversación el día de la semana en el que se encuentra, le basta con voltear hacia el plato de Martina, observar lo que esta come, para al instante ubicarse en el tiempo.

Paga cerrando la cuenta en cien pesos, ninguna de sus cinco opciones supera en costo la cifra señalada, apenas se despide, antes de marcar su tarjeta en el reloj checador.


Solo bebe los viernes, compra seis cervezas, bebe tres completas y deja la cuarta a la mitad, las dos que quedan sin abrir las regala el lunes por la mañana al joven que le ayuda a llevar hacia la esquina las bolsas con basura que se acumulan en la semana.