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martes, 31 de octubre de 2017

El bus de las once

Motocicleta negra con insignia militar en el costado izquierdo del tanque, pintura con acabado mate, nada refleja, ningún destello brillante hay que esperar del vehículo.

Doy pasos gigantes porque el reloj oprime mi tranquilidad con cada segundo que avanza, son cerca de las once, por la noche, instante preciso en el que el último autobús urbano ha de cubrir su ruta, aquella que me deja a dos cuadras de casa, si no le alcanzo tendré que caminar por más de sesenta minutos,alternativa nada gratificante,sin duda la más factible, pues  en mi bolso hay dieciséis pesos, no alcanza ni para cien metros en taxi.

Camino y corro, los minutos del reloj hacen lo propio, cada vez que un tic tac resuena siento un golpe que oprime algo más allá del corazón, sincronizados, eso sí, entonan melodía que tiene tintes de sinfonía.

Que largos pueden ser cien metros para mí y que cortos para Usain, quizá ni con su fuerza hubiera logrado el cometido, le chiflo, le grito, y cuando lo veo alejarse le miento incansablemente la madre, 2666, número comercial del autobús al que no alcancé a subir, ese que me dejaba a dos cuadras de casa, el mismo que como pude comprobar con mi necia espera de veintitrés minutos, era el último del día.

Llevo caminando más de media hora por la ciudad, en esquinas veo mujeres que emulan a la oriunda de Magdala,vigiladas a unos metros por quienes las regentean y hacen las veces de expendedores de sustancias, drogas, ilegales, pues cafeína y tabaco bien pueden entrar en la misma categoría, estas si con sus aranceles, y precios regulados por el gobierno que establece prohibición a las primeras,me vino a la mente Al Capone, como amasó fortuna con la sustancia que hoy puedo comprar en cualquier bar, restaurante y hasta en cafés.

Mi mente inquieta, mis ojos en el camino, pasé ya la zona poblada, ausencia de sombras, ruidos y bullicio, un silencio atroz me rodea, invisible, muy presente, entre los árboles de la Alameda me parece ver unos ojos brillantes, igual que aquellos que se escondían en la parte posterior de mi caja de colores “Blancanieves”, los que me atormentaban todas las noches de aquellos días en que por la mañana tocaba geografía,artísticas y hasta español, subrayen de rojo el sujeto y de azul el predicado, no por favor Profe, porque no lo encierro con mi lápiz, cualquier cosa menos los colores.

Creaciones de mi mente, faros lejanos, algún vouyerista apostado con lámpara de cientos de lumens a kilómetros de distancia, a ciencia cierta no lo sé, el par de puntos brillantes era real, pese a desconocer su origen.

Podría decir a este punto de mi relato, para darle fatalidad, que pisé desechos fecales de un perro, si ello sucedió juro que no me pude dar cuenta, porque lo que aconteció hizo que me cagára, en sentido estricto de la palabra: tres hombres ataviados con ropas que daban aspecto de bolcheviques, obreros de la URSS o militares de rango medio, jugando carreras por toda la Alameda, en medio del pequeño bosque por el qué yo transitaba, vienen de frente a toda velocidad, sus motores rugen, y en su rostro, donde debió haber una sádica sonrisa, solo hay un montón de huesos; la primera motocicleta pasa por mi izquierda, es color caqui, la de aspecto verde roza mi costado derecho, y la menos visible, hasta tenerla a cinco metros supe porque, aquella de color negro y pintura mate, viene con toda la potencia del motor y con el aplomo de su peso directo hacia mí.

Me atravesaron, de pronto han desaparecido, ningún rasguño en mi cuerpo, solo el dolor por haberme echado hacia atrás, la factura del madrazo que me puse, eso sí, como antes ya lo dije, mis pantalones llenos de mierda, que rápido se afloja el esfínter en momentos de terror, tendré que caminar así por siete cuadras más, la casa está ya cerca, y yo que pensaba que perder el bus de las 23 horas era lo más jodido que hoy me podría suceder.