Ataviada con sombrero y falda que arrastra sobre el piso en
cada paso que da, asiste, a mi oficina, cada día para venderme un no, dice
vender cacahuates, garbanzos, dulces, garapiñados, galletas y hasta chicles de
esos que tienen un relleno gelatinoso, muy de moda entre los jóvenes, los que enuncian
con letras grandes en su paquete que no contienen azúcar.
Los doscientos días laborables del año pasado, jamás faltó a
nuestra cita, de lejos la observo, bajando del transporte publico, cruzando con
cautela, lenta como cruzan las ideas por la mente del estudiante que sabe que
ha de responder en cada una de las preguntas de un examen final; de repente
acelera el paso, podría decirse que vuela, por cuestión de segundos, y haciendo
uso de una felina agilidad, evita ser arrollada por un camión que en su caja
trasera transporta endulzantes de té y café que han nacido de la tierra y que
tardaran días en ser procesados, días más en ser empaquetados, trasladados para
su venta y, que, finalmente, llegan hasta ti; grano a grano, se disuelven en tu
negra bebida o en aquella agua trasparente amarillenta que usas para calmar el cólico,
sea por glotonería del día anterior o por esas cosas que las abuelas decían “son
cosas de mujeres”.
Los siguientes dos carriles los atravesó sin contratiempo,
hace sus ventas, coloca sus productos, se vacía la canasta de mimbre y en
minutos la vuelve a llenar, a su espalda, una mochila roja hace las veces de bodega,
la canasta que porta con su diestra es lo equivalente a un exhibidor, ya que, como
versa la voz popular: de la vista nace el amor.
Yo soy difícil de convencer, no me basta el amor para
justificar glotonería, tampoco cuando arguye a la compasión, si bien es cierto
que mi corazón posee pocos trozos de hielo en su interior, también lo es que
para eso de las compras suelo ser muy practico, primero surge en la mente la
necesidad y objetivo y después el procedimiento de adquisición, no compro por
impulso, ni por moda, mucho menos porque este allí, al alcance de la mano la “oportunidad”.
Y así, cada día, haciéndose cinco y después veinte,
completando un mes, sin contar los fines de semana o días feriados, se acumulan
hasta hacerse el estimado de doscientas jornadas laborales que se desenvuelven
a lo largo de un año, y, en cada uno de ellos, ella se acerca para venderme un NO,
repite el discurso, obsesivamente acomodados los productos sobre su cesta, los
enlista alfabéticamente, espera siete segundos y mi “NO” resuena, se abstiene de
agradecer, tampoco insiste, se marcha, ataviada con largas faldas que arrastran
cuando camina, del sol se cubre con su sombrero, se aleja para seguir su ruta, para
recolectar respuestas afirmativas, para que su cesta se vacié llenándose sus
bolsillos.
Hoy encontré siete monedas con el número 1 grabado por el
frente, por la espalda poseen el símbolo que representa a un país cualquiera,
estaban allí, desparramadas en un cajón, al lado de chocolates a medio comer,
un poco mordidos por mi y otro tanto saboreados por un roedor, papeles varios
que uno cree que algún día se han de necesitar, dos bolígrafos azules que nunca
usé y tres clips color mostaza.
Esas siete monedas creo me alcanzan para garbanzos,
cubiertos todos de chile, con un sabor especial, dicen que la boca se hace agua
cuando uno escribe ó les recuerda, a mi solo me vino la imagen de ellos
envueltos en la bolsa de papel celofán y la confirmación del precio exacto, que
alcanzo a cubrir con las siete monedas que encontré perdidas en las angostas
paredes del cajón de mi escritorio.
Los camiones hacen sus paradas y no veo faldas largas andar
sobre el hirviente pavimento, los rayos de sol caen directo a la avenida,
ningún sombrero los guillotina impidiendo que lleguen a la superficie, no hay
canasta de mimbre ni letanías memorizadas, tampoco hay orden obsesivo de los
productos sobre el recipiente que descansa sobre una diestra; las siete monedas
se quedaran para siempre perdidas al fondo de aquel laminado entorno, oyendo
doscientos “no” consecutivos, pausados los fines de semana y días feriados,
cuando decido comprar un SI, con su ausencia, ella mantiene eternamente nuestro
ritual del “NO”.
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