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martes, 27 de junio de 2017

Poltrona color ciruela

Una casa roja de dos plantas se esconde al fondo de los barrios modernos repletos de edificios con veinte o más pisos, todos ellos con acabados de cristal y la herrería como punto fuerte en su estructura, en las cocinas hay madera, también en los pisos, en las recámaras se han instalado artefactos tecnológicos que automatizan las más sencillas de las tareas de cada día.

La casa en cuestión puede describirse como antigua, aunque no lo sea en el sentido total de la palabra, su construcción data de apenas hace veinte años, sus pisos son de mosaico, azulejo en los baños, alacenas en la cocina, gabinetes de metal y estufa de gas con encendido manual, en el baño una tina azul turquesa y una regadera cromada, al frente un pequeño jardín y en la parte trasera uno muy grande, con cinco árboles de considerable tamaño.

Hay tantos moradores en los departamentos como en cualquier otro complejo habitacional, nos interesa una en particular, Cristina su nombre, mujer de cincuenta y tres años que radica en el bloque de edificios desde los cuarenta y ocho, cambió su residencia desde que sus dos hijas crecieron, por ser más corto el tramo para recibir visitas de ellas de manera ocasional, y más bien para visitarlas a ellas sin recorrer un gran trecho, bastan poco más de sesenta minutos para reunirse con ellas en algún restaurante, generalmente en domingo.

Las mañanas de Cristina son agitadas, se caracteriza por ser una mujer llena de energía, con amor por la moda, los alimentos saludables y la actividad física, aunque ha visto surgir, crecer y morir infinidad de disciplinas fitness ella permanece fiel a los pilates; desayuna y come fuera, algunos días con amigas y la mayoría de las veces en soledad, gusta de estructurar su agenda a la par que consume el postre, una vez que ha terminado de organizar lo que ha de hacerse al día siguiente regresa a casa, piso séptimo, edificio b, departamento cuarenta y cinco.

Pasa las tardes viendo televisión, revisando los mensajes en su computadora portátil y lee antes de cenar, fuma, solo un cigarro al día, está prohibido hacerlo al interior y usa para ello su terraza, desde allí husmea lo que el panorama ofrece, su revisión incluye una atención especial a la casa pequeña que contrasta con la modernidad del conglomerado. Mientras da una bocanada ve como en la sala el viejo tonto repite de nuevo las tonterías de todos los días, incluso sin verlas sería capaz de describir su procedimiento.

Primero el viejo se queda sentado largo tiempo en la sala, después camina a la cocina, cosa que no alcanza a ver pero imagina, pues regresa con dos copas y una botella de vino, los coloca sobre una mesa de centro, se queda sentado sobre su poltrona color ciruela algo así como una hora, con la vista puesta en la nada; después el viejo parece regresar de donde su mente lo ha llevado, lentamente toma las copas y la botella de vino, va de nuevo a la cocina y regresa en instantes para apagar la luz, no ve más, pues la oscuridad que reina ahora en la colorada casa se lo impide.

David se llama el viejo, su carácter se ha templado con los años, se dedicó a todo y a nada desde los dieciséis, edad en la que dejó la escuela, procreó tres hijos con una mujer con la que vivió por varios años, hasta que la muerte lo dejará de nuevo en soltería. 

Los hijos crecieron y la vida los trata con justicia, uno es abogado, la segunda atleta y el tercero empresario, entre los tres le compraron la casa, el pueblo donde había residido toda su vida estaba acabando con su padre, así que se empeñaron en convencerle de cambiar de vida, en su nueva casa podría sembrar algunas cosas, tener árboles y posibilidades de estar en contacto con ellos varios días a la semana, con la promesa además que en fechas especiales le acompañarían todos al pueblo, para visitar en el cementerio a la que fue esposa.

David dudaba ante tantos cambios, la vieja lejos y los autos cerca, una estampa moderna amenazaba con asesinar poco a poco su melancólica memoria, así y con todo se fue habituando, los hijos cumplieron la promesa y los recibía en casa de manera regular, viajaban al cementerio cuatro veces al año y él se dedicaba gran parte del día a sus plantas, más que por distraerse que por una necesidad económica real, era que vendía los domingos en un tianguis cercano rábanos y coliflores.

La vida de David tomó un giro inesperado cuando la vio, la elegante señora que descubrió era su amor de secundaria, estaba seguro de ello, aquella adolescente a la que jamás se atrevió a decir nada se le presentaba ahora como algo más cercano, daba vueltas a su cabeza para encontrar la forma de abordarla, no encontraba respuestas para un efectivo proceder, hasta que, después de una larga conversación que tuvo lugar un miércoles de capuchinos, lo consultó con su hija, fue de ella la idea de las copas, aludiendo a la elegancia de la dama, el vino lo sugirió el encargado de la tienda a la cual había acudido camino a casa.

El ritual lo inició hace cuatro años, hasta el momento sigue sin cruzar la calle, lo medita todos los días, al final se rinde, guarda las copas y almacena el vino, va a la cama y pide a la muerte que lo espere una noche más, hasta que convierta en realidad sus sueños, hasta que pueda brindar con Cristina para después besarla.

* Al igual que el total de los escritos contenidos en el blog "Letras en Martes" la autoría corresponde a Orfil Erubiel Aguilar Ibarra, cualquier uso en el cual no se cite la fuente original y la autoría será tomada como plagio.





2 comentarios:

  1. Me gustó el relato. Espero algún día esas copas terminen uniéndose en un !salud¡

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    1. Me alegra te haya gustado, y esperemos que así sea, quizá :P

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