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martes, 18 de noviembre de 2014

Melpómene y la mar contemporánea

"A Usted no debe uno verla mucho, porque al final termina todo enamorado, le digo esto a sabiendas de que conoce que yo jamás he tenido la mínima intención de siquiera creer un poquito en eso que dan por llamar amor; y aún sin tener la intención de afirmar la existencia del sentimiento que dicen brota del corazón, con todo y ello, le aseguro que sí mis ojos se mantienen sobre Usted un segundo más, terminaré igual de incrédulo, pero a la vez todo enamorado, testigo de ello serán las aves que revolotearán en el interior, y no hablo de las mariposas de las que muchos han dado testimonio, lo que sentiré si la sigo mirando será una parvada de flamencos rosados y dos o tres pavo reales, todos de gran fiesta en mi menudo estómago, esas aves no necesitan que yo crea en el amor para ponerme todo loco, a final de cuentas no hace falta creer, cuando lo único que deseó es  poder clavar mi mirada en su ser eternamente".

Escritas sobre un papel fino y plasmadas con tinta emergida de una pluma de notable calidad, las palabras, que arriba se muestran de manera integra, eran leídas por segunda ocasión en el día, el consumo de aquellas letras era algo que desde hacia diecinueve años Leticia llevaba a cabo todos y cada uno de los siete días de la semana, los veintiocho, veintinueve, treinta ó treinta y uno del mes; también lo hacía durante los trescientos sesenta y cinco días del año, sesenta y seis para el caso de los bisiestos.

En su sobré original, uno rojo satinado con acabado mate, trasladaba consigo el romántico  pergamino que llegó a sus manos en los días cercanos a sus tiempos de universitaria, recuerdo intacto en los anales de su memoria, el resto de la información parece encontrarse desorganizada, incluso mucha se ha borrado, quizá no en totalidad, más si se ha fusionado en un amasijo caótico muy parecido al que se encuentra en el cerebro de las abuelas, pese a sólo contar ella con cuarenta y siete años.

En su marchito cuerpo, el toque de Cacharel que solía flotar alrededor de su persona, con los años, como todo en su ser, se ha deformado también, pasando de cítricos y flores en su forma original a toques de mierda y orín en la actualidad; los vaqueros ajustados, sostenidos en su cadera con los cuales realzaba sus bellas formas de la juventud, ahora han sido remplazados por una falda color olivo, la cual constantemente busca escapar de su cintura y llega casi a tocar el suelo, mostrando a la par sus nalgas, generalmente desnudas; las blusas importadas con las que impresionaba tanto a hombres como mujeres desde que ponía un pie en el campus universitario, han sido sustituidas por holgadas camisetas que en su mayoría anuncian un evento que tuvo lugar hace algunos años, personajes que en antaño captaban reflectores e incluso marcas y productos que han dejado de existir.

En los pies calza unas botas tipo obrero, usuales en los trabajadores de línea de producción de las distintas empresas de la ciudad, gusta coronar su atuendo con sombrero celeste surcado en la copa por listón esmeralda.

En la intersección de dos avenidas transcurre la mayor parte de la existencia de Leticia, de algunos meses para acá le ha dado por montar escenas de tragedias Griegas en complicidad con el rojo del semáforo, de Sófocles en su mayoría, quienes coinciden con ella, otorgan la moneda bajo el efecto de un estupor hipnótico producto de la ruptura de su cotidianidad; los automovilistas en cada esquina esperan mimos, dragones humanos, malabaristas o limpiaparabrisas, pero no una micro puesta en escena ejecutada con impecable calidad.

Seis horas han pasado, esto desde el punto de vista de unas manecillas movidas por engranes, para Leticia su "tiempo" es marcado por las campanadas del cuerpo, la de este punto del día, por ejemplo, le indica que siente hambre, dirían los cuerdos: "es la hora de comer".

Poco a poco su figura se pierde entre las tantas que deambulan por la avenida, ya sea sobre su acera o sobre el asfalto, se desvanece entre autos, transeúntes, agentes viales, vendedores, traga fuegos, malabaristas, improvisados payasos, "sordomudos", expendedores de fruta de la temporada, genios que en la diestra portan la octava maravilla del mundo en lo que a la aniquilación de moscos se refiere, manos que entregan periódicos y volantes; entre estos y muchos más que conforman la mar urbana, es que Leticia se hace una con la marea citadina, aquella que lleva en sus adentros pieles, rostros, motores, laminas metálicas, superficies asfaltadas y tramos de concreto.


Quizá se le vuelva a ver como un ente individual, tal vez tenga Usted la oportunidad de encontrarla nuevamente en alguna historia, de forma digital en la gran red, o puede incluso que hasta en papel como capítulo de mi libro; más todo lo anterior tómelo mi amable lector como mera posibilidad, por hoy no hay más Leticia, por hoy no hay más letras.

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