"A Usted no debe uno verla
mucho, porque al final termina todo enamorado, le digo esto a sabiendas de que
conoce que yo jamás he tenido la mínima intención de siquiera creer un poquito
en eso que dan por llamar amor; y aún sin tener la intención de afirmar la
existencia del sentimiento que dicen brota del corazón, con todo y ello, le
aseguro que sí mis ojos se mantienen sobre Usted un segundo más, terminaré
igual de incrédulo, pero a la vez todo enamorado, testigo de ello serán las
aves que revolotearán en el interior, y no hablo de las mariposas de las que
muchos han dado testimonio, lo que sentiré si la sigo mirando será una parvada
de flamencos rosados y dos o tres pavo reales, todos de gran fiesta en mi
menudo estómago, esas aves no necesitan que yo crea en el amor para ponerme
todo loco, a final de cuentas no hace falta creer, cuando lo único que deseó
es poder clavar mi mirada en su ser
eternamente".
Escritas sobre un papel fino y plasmadas con tinta emergida de una pluma
de notable calidad, las palabras, que arriba se muestran de manera integra,
eran leídas por segunda ocasión en el día, el consumo de aquellas letras era
algo que desde hacia diecinueve años Leticia llevaba a cabo todos y cada uno de
los siete días de la semana, los veintiocho, veintinueve, treinta ó treinta y
uno del mes; también lo hacía durante los trescientos sesenta y cinco días del
año, sesenta y seis para el caso de los bisiestos.
En su sobré original, uno rojo satinado con acabado mate, trasladaba
consigo el romántico pergamino que llegó
a sus manos en los días cercanos a sus tiempos de universitaria, recuerdo
intacto en los anales de su memoria, el resto de la información parece
encontrarse desorganizada, incluso mucha se ha borrado, quizá no en totalidad,
más si se ha fusionado en un amasijo caótico muy parecido al que se encuentra
en el cerebro de las abuelas, pese a sólo contar ella con cuarenta y siete
años.
En su marchito cuerpo, el toque de Cacharel
que solía flotar alrededor de su persona, con los años, como todo en su ser,
se ha deformado también, pasando de cítricos y flores en su forma original a
toques de mierda y orín en la actualidad; los vaqueros ajustados, sostenidos en
su cadera con los cuales realzaba sus bellas formas de la juventud, ahora han
sido remplazados por una falda color olivo, la cual constantemente busca
escapar de su cintura y llega casi a tocar el suelo, mostrando a la par sus
nalgas, generalmente desnudas; las blusas importadas con las que impresionaba
tanto a hombres como mujeres desde que ponía un pie en el campus
universitario, han sido sustituidas por holgadas camisetas que en su mayoría
anuncian un evento que tuvo lugar hace algunos años, personajes que en antaño
captaban reflectores e incluso marcas y productos que han
dejado de existir.
En los pies calza unas botas tipo obrero, usuales en los trabajadores de
línea de producción de las distintas empresas de la ciudad, gusta coronar su
atuendo con sombrero celeste surcado en la copa por listón esmeralda.
En la intersección de dos avenidas transcurre la mayor parte de la
existencia de Leticia, de algunos meses para acá le ha dado por montar escenas
de tragedias Griegas en complicidad con el rojo del semáforo, de Sófocles en su
mayoría, quienes coinciden con ella, otorgan la moneda bajo el efecto de un
estupor hipnótico producto de la ruptura de su cotidianidad; los automovilistas
en cada esquina esperan mimos, dragones humanos, malabaristas o
limpiaparabrisas, pero no una micro puesta en escena ejecutada con impecable
calidad.
Seis horas han pasado, esto desde el punto de vista de unas manecillas
movidas por engranes, para Leticia su "tiempo" es marcado por las
campanadas del cuerpo, la de este punto del día, por ejemplo, le indica que
siente hambre, dirían los cuerdos: "es la hora de comer".
Poco a poco su figura se pierde entre las tantas que deambulan por la
avenida, ya sea sobre su acera o sobre el asfalto, se desvanece entre autos, transeúntes, agentes viales, vendedores, traga fuegos, malabaristas,
improvisados payasos, "sordomudos", expendedores de fruta de la
temporada, genios que en la diestra portan la octava maravilla del mundo en lo
que a la aniquilación de moscos se refiere, manos que entregan periódicos y
volantes; entre estos y muchos más que conforman la mar urbana, es que Leticia
se hace una con la marea citadina, aquella que lleva en sus adentros pieles,
rostros, motores, laminas metálicas, superficies asfaltadas y tramos de
concreto.
Quizá se le vuelva a ver como un ente individual, tal vez tenga Usted la
oportunidad de encontrarla nuevamente en alguna historia, de forma digital en
la gran red, o puede incluso que hasta en papel como capítulo de mi libro; más
todo lo anterior tómelo mi amable lector como mera posibilidad, por hoy no hay
más Leticia, por hoy no hay más letras.
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