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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Fantasma del Río Rojo

Seis de la tarde, avenida Río Rojo, independientemente de lo que marque el calendario se le ve puntual en su eterna cita, su casa tiene grabado en la marquesina el número treinta y cinco, la fachada pintada de color azul, una imagen de un santo y tres calcomanías deterioradas con el paso del tiempo, parece que dos hacen referencia a distintos candidatos de un mismo partido político, en la tercera se alcanza a leer la palabra “PRESIDENTE” y el logotipo que le acompaña es diferente al de las otras.

Junto a su casa se encuentra una panadería, en la que se presume se elabora el mejor bolillo de la región, esto al costado izquierdo, en el derecho una vieja refaccionaria, de aquellas en que puede encontrar uno de todo, después le sigue un taller de aparatos electrodomésticos, un salón de belleza y en la esquina la tradicional tienda de abarrotes.

Al interior de su hogar, si se recorre la avenida a paso lento, se puede notar un Reposet, con remiendos de tapiz realizados más de dos ocasiones y menos de cuatro, el azul marino que en antaño poseía poco a poco se ha ido desvaneciendo, de la misma manera, éste se ha mezclado con parches de distintos tonos, un rojo por aquí de una vieja camisa de franela, un beige por allá de un pantalón de trabajo de su difunto esposo, un morado en otro de los fragmentos de la tela, correspondiente a la blusa favorita de su hija la menor, casada desde hace doce años, quien por cierto radica en el centro del país.

Junto al mencionado sillón se aprecia una pequeña mesa, sobre la cual se han colocado los instrumentos necesarios para ejecutar la tarea del tejido, un sweater color malva en vías de gestación destaca junto al par de agujas y la bola de estambre; frente al rincón donde la septuagenaria parece ocupar la mayor parte de su tiempo, se ubica un televisor de 27 pulgadas, por más intentos que sus hijos han hecho por cambiarlo por una tele de Plasma, ella sigue sin acceder, argumentando que el que posee funciona a la perfección, pese a que requiera hacer mil y un trucos cada noche, para poder sintonizar su telenovela favorita.

Con su televisor tiene una relación especial, comprende que así como ella, él ha sufrido también los embates del tiempo, que aunque en apariencia se le note inservible, aún tiene mucho que dar, que hace diez años se rodeaba de sus hijos en la sala, de la misma manera como aún el diez de mayo siguen rodeándola a ella; sabe que tarde o temprano alguno de los dos morirá, en caso de morir primero el televisor, ha jurado no sustituirlo con ningún otro, si ella gana la carrera hacia la tumba, sabe que el televisor no encenderá más, esa será su forma de llorarle.

El resto de la pieza que hace las veces de sala se encuentra vacía, los cuartos restantes no son perceptibles desde fuera de la casa, por lo cual no es posible dar más detalles al respecto, podría solamente agregarse el rojo resplandor de un reloj digital que parece venir desde muy del fondo, casi del final de la casa.

Coloca su silla de madera sobre la banqueta, parece ser un ente colocado azarosamente en una bulliciosa ciudad, un fantasma, que como tal es imperceptible para el resto de los habitantes del plano terrenal; han quedado atrás los días en que le pedían consejo, opinión, o incluso permiso para transitar su acera, hoy prefieren circular por el otro lado de la avenida, argumentando deseos de sombra alguna vez y gusto por los rayos del sol en otra.

Seis con veintisiete, la doña al fin existe, desde dos cuadras antes lo ve venir, es un joven, independientemente de la edad que en su rostro se aprecie, desde hace algunos lustros para ella casi el total de la población  puede ser definida de dicha manera, el hombre avanza, a paso rápido, como cada tarde, bajo su brazo carga dos gruesos libros, un par de bolígrafos plásticos de baja calidad destacan en la bolsa de su camisa, en la mano izquierda la habitual lata con bebida gasificada.

Pese al ritmo acelerado con el que suele transitar en su existencia, hace una pausa frente a la fachada del 35 de la Avenida Río Rojo, casi frena su marcha al quedar en paralelo con la mujer que sentada sobre una silla de madera cortésmente responde a su saludo, él lo completa con una sonrisa y retoma su presuroso caminar.

La vieja lo sigue con la vista hasta que el joven desaparece, minutos después toma su butaca, con dificultad y ante la mirada indiferente de clientes y propietarios le distintos negocios logra al fin colocarla en el interior de su vivienda, echa llave por dentro, calienta su cena, enciende su televisor y mueve una y otra vez la antena de conejo hasta que logra captar la señal deseada, transcurrida una hora presiona el único botón de la gran caja y el televisor se apaga.

Con andar pausado se dirige a su cama, extiende las sabanas y se cubre completamente el cuerpo con las tres delgadas cobijas, para el frío que le rodea no hay cantidad suficiente de ellas, sin embargo un tercio es una cantidad aceptable, en comparación a los días en que siquiera deseara una.

Su mente poco a poco va quedando impregnada de la niebla del sueño, los recuerdos llegan a su memoria, aquellos días de casa llena, de barrio amable, de zona poco transitada, carente de vecinos porque todos eran en realidad familia.


Cuando el panorama está por volverse oscuro en totalidad y los deseos de no despertar más se hacen presentes, saca fuerza del momento luminoso de cada tarde, aquel en el cual existe para otro ser humano, ese saludo que realmente convierte la vida en vida, y las áridas y grises puestas de sol en una “buena tarde”, así en singular, al igual que lo dice el joven.

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