El
día comienza para ella, calentar media cubeta de agua para el baño respectivo
es lo primero que marca la agenda, mientras la flama del rincón hace su tarea,
la de al lado pone a punto el sartén en el cual la cebolla es acitronada,
enseguida son agregados tomates y finalmente un par de huevos, todo ello para
tener completo el desayuno.
Mientras
la tortilla sirve de vehículo para trasladar las últimas pizcas de comida hacia
la boca, el agua puesta a calentar previamente comienza a hervir sobre la
estufa.
Margarita
agiliza la degustación y acelera doblemente el baño, finalmente, lleva de
manera casi instantánea lo que resta del aliño personal; el sol está por salir,
lo cual indica que se encuentra ya sobre la hora.
Sus
pasos suenan sobre la calle, al recorrer tres cuadras y doblar a la derecha se
encuentra frente a unas mesas colocadas sobre la acera, pertenecen al café de
un viejo amigo, el cual al verle le sonríe, indica que tome asiento mientras
alarga la mano y coloca al centro de la mesa una taza de cerámica color
naranja, con sutiles líneas blancas pintadas en los lugares justos para darle
un toque de belleza.
Nuestra
protagonista inicia su ritual, con su ser completo hace comunión con el néctar,
después de saborearlo con los cinco sentidos puestos en ello, emite el
diagnóstico final, una vez más deja sin palabras al propietario del lugar, ha
descrito con magistral detalle la mezcla que ese día le ha sido ofrendada; se
despide con un beso prometiendo regresar.
Es
tiempo ya de andar en pro de las monedas necesarias que contribuyen a la cuota
económica que corresponde pagar por cada día que se desea vivir en este mundo
orquestado por el capital.
No
han pasado más de catorce minutos cuando frente a Margarita una chica con gesto
de frustración maldice un enorme y negro pizarrón, a la par que nutre de
insultos a cada uno de los más de cien gises de colores depuestos sobre una
mesa.
Margarita
se acerca a la joven –cautivada más por lo ausente que por
lo presente–, y después de intercambiar palabras
con ella, esta decide tomar un descanso sentada sobre el suelo, a la par nuestra
protagonista se sumerge en un trance que va más allá de lo celestial, se hace
una con los gises, y el pizarrón, negro unos momentos antes, paulatinamente se
va llenando de magia, representada en una gama eterna de colores. La chica que
tomaba asiento, motivada por la pasión de Margarita, se une al momento
creativo, manos sutiles y vigorosas trazan, hábiles dedos difuminan, las
miradas corrigen y detallan; no es la mente sino el corazón quien merece ser
reconocido como autor de la obra recién finalizada.
Lo
que ese par de chicas plasmaron es tan inspirador que ni siquiera si las mismas
musas tomaran la pluma con la que ahora escribo lograrían describir siquiera el
más simple de sus detalles.
Así
como entró en ese mágico momento, Margarita ahora sale de el, abandona el mundo
multicolor para conectarse con el real, aquel en el cual la canasta sigue
llena, aquel en el cual la despensa continúa vacía, aquel en el cual cada vez
es más difícil conseguir agua del vecino, porque la propia lleva más de medio
año sin ser pagada; y sobre todo, aquel mundo en el cual Margarita lleva
consigo en todo momento la voz de su madre, que desde hace años ha dejado de
llamarle por su nombre y simplemente ha dado por nombrarle “estúpida”.
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