Les veo pasar mientras
me desayuno un taco, envuelvo la tortilla a la par que ellos empujan el
triciclo, lo que yo pagaré por dos tacos y un agua fresca es apenas la mitad de
lo que ellos ingresan en una jornada laboral completa, a mi me bastaron
veintiséis minutos para devorarlos.
Eso deja un desagradable
sabor en mi paladar, que ahora desplazo hacia mis dedos, de los cuales surgen
una y otra vez los golpes que he de dar suavemente sobre el teclado virtual
para que la prosa tome forma, o por lo menos ello es lo que intento.
El recuerdo de ese par
de seres humanos danza una y otra vez bajo mi cráneo, parece esconderse en lo
más recóndito de los pliegues de mi cerebro, dispuesto a quedarse por un largo
tiempo, por lo menos el suficiente para que la esencia de lo visto sea
transmitida.
Sentado sobre silla de
madera y cobijado por la intemperie, es allí donde me ubicaba cuando a lo lejos
vi lo que parecían un par de minúsculas hormigas, que haciendo uso de fuerza
lograban empujar un gran bulto, hasta esos momentos amorfo, los minutos pasaban
y sobre el comal la tortilla se inflaba, mostrando con dignidad la sabiduría de
la artesana que minutos antes le daba cuerpo entre sus manos, entre más grande
era la burbuja sagrada cubierta por maíz, más clara era la imagen que ante mí
se presentaba, justo cuando el guiso fue colocado al interior, se colocaron
ellos en paralelo, exhibiéndose por una eternidad efímera y efímeramente
eternos; tomo una pausa para suspirar y recrear lo que en mi corazón aún se
enreda cual alambre de púas en muro de campo de concentración, doloroso e
integrado en ello al mismo tiempo, queriendo marcharse más siendo a la vez uno
con este.
Señor de avanzada edad,
huaraches de piel con suela de llanta, los dedos golpeados por el camino, sin
llegar a llorar sangre, más a punto de hacerlo, ello perceptible en los gestos
de dolor que sus dedos emitían, y los cuales por contener durante tanto tiempo,
terminaron siendo una masa uniforme morada por la hinchazón, vista pues sólo
por aquellos que quieren verla, pasada por alto por cientos de seres humanos
con los que cada día comparte camino; en las piernas portaba pantalón de
mezclilla, camisa a cuadros desfajada, la gorra de algún producto o funcionario
electo adornaban su cabeza —disculpe usted amable lectora colombiana que no haya
puesto atención en las características exactas de ese detalle—, el gesto de
cansancio era evidente, un géiser de sudor brotaba de cada uno de los poros de
su piel, piel que posiblemente en origen poseía algún color particular y
propio, ahora no era más que lo que es el mar cuando se le ve como una
superficie que pierde el azul y refleja los incesantes rayos de sol; sobre el
triciclo se encontraban cientos de paquetes de cartón y algunos objetos más, de
aquellos que las clases privilegiadas osan llamar "basura", y que,
para el hombre en cuestión representaban gramos de esperanza y la posibilidad
de agregar algo más a las tortillas que prendían del costado de su cinturón.
El camino, pese a
mostrarse llano en apariencia, se convertía en una colina infinita, esto ante
los ojos del cansancio manifestado por quien intentaba dar un paso más hacia el
frente, para que el triciclo llegara al destino final; los huesos y músculos
hacía rato que orquestaban conatos de revolución, parecía que la rebelión
llegaría a su máxima efervescencia y el cuerpo entero desistiría de avanzar
siquiera una micra más; justo en ese momento llega el remanso para nuestro septuagenario
amigo, con las últimas fuerzas que le quedan coloca un pie sobre el pedal y se
impulsa hacia el asiento, no necesita empujar más, el niño de once años que le
acompaña —posiblemente su nieto— ha tomado el timón y lleva el barco a su
destino, sabe que sus fuerzas son pocas, más consciente de su capacidad de
resistencia redobla esfuerzos, aunque sus piernas estén temblando y su corazón
lata a ritmos acelerados se esfuerza por reflejar paz en su rostro, del cual
antes de perderse de mi vista, me es regalada una sonrisa.
Excelente tu visión. Plasmada así natural....
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