Teje
una bufanda más para sus nietos, sentada sobre la mecedora de mimbre, un ovillo
de hilo azul turquesa se vuelve cada vez más pequeño, mientras la prenda va
tomando forma y tamaño.
“La
loca del 23” suelen llamarle el resto de los habitantes del complejo
departamental, mencionan que pasa las horas pegada a la ventana, esperando que
algún vecino asome la cabeza para bañarla con orín, mismo que dicen, recolecta durante
las noches en la vieja bacinica de porcelana; le acusan también de ser metiche, molestos ante las diarias
preguntas y cuidados excesivos a gentes que no guardan vinculo con ella: “Señorita recuerde llevar en su bolso dos
manzanas”, “Joven por favor deje el
cigarro, verá como su cuerpo se lo agradece”, “Si de verdad ama a su esposo no
haga cosas buenas que parezcan malas”, “ha llegado muy tarde y muy borracho
muchachito”.
Por
las mañanas se le ve viajar más de cinco kilómetros para acercarse al lugar
donde aún consigue lo que gusta en llamar “leche de verdad”, odia esos líquidos
acuosos con solo un toque de néctar vacuno camuflado entre tantas moléculas de hidrógeno y oxígeno, es fanática también de producir sus propias verduras, en la terraza del
edificio cuenta con un espacio en el cual se pueden ver tomates, lechugas,
pepinos y hasta unas cuantas zanahorias, las cosechas pintan siempre para ser
excelentes, más el paso del tiempo y las acciones destructivas desprendidas del
odio de sus compañeros de edificio suelen mermar significativamente lo recogido
al final, aún así le resulta suficiente, sino para alimentar la barriga, por lo
menos sí para hacer lo propio con el alma, sabiéndose aún útil, dadora de vida.
Los
niños la saludan de frente diciéndole señora, a sus espaldas le tildan con el
mote de la “puerca”, argumentando que
el aroma que desprende al caminar es similar al que caracteriza a los cerdos
cuando estos habitan su corral, rodeados de desperdicios; ella imagina o tal
vez sabe sobre dicho apelativo, más prefiere evitar el contacto con su triste realidad,
por más esfuerzos que hace sabe que el esfínter termina siempre vencido, sabe
que no hay cantidad suficiente de pañal de adulto, limpiadores, suavizantes y
perfumes que logren hacer desaparecer el olor a mierda que se ha impregnado ya
desde hace algunos años a sus carnes, aunque el resto de los vecinos,
incluyendo a los ingenuos niños, duden de su higiene personal, ella sabe lo que
implica y lo vive en sus marchitas pieles cada mañana, cuando el agua helada
baña su cuerpo, buscando con ello que al igual que los comentarios el hedor
desaparezca, o por lo menos disminuya.
Tres
de la tarde marca el reloj de su sala, momento justo de encender el televisor,
aunque sabe que es pura falsedad mantiene su atención en la telenovela, cuando
aparece un personaje de su agrado hace un cambio de roles, la del televisor
pasa a su sillón y ella se ve viviendo aventuras en distintas partes del país,
algunas incluso tienen lugar en otras partes del mundo, besa a un galán, de la
nada se vuelve adinerada, cumple el más complicado de los sueños, y así, hasta
que llega el corte comercial, con el cual vuelve a su asiento y la actriz
retorna a la pantalla. Durante los sesenta minutos que transcurre la historia
las paredes y puertas de su departamento reciben constantes golpes, sea con el
puño, con los pies, palos de escoba y objetos similares, sus vecinos no
soportan el ruido que logra introducirse hasta sus casas, “otra vez la loca del 23 y sus putas telenovelas”, dice la del 21
mientras se mantiene atenta a la solución mágica que tendrá lugar en dos
minutos en el Reality Show, “como le
encanta ver esa bola de mentiras” espeta el del 25 mientras bebe su cognac y mantiene su atención puesta en
lo que dicen los noticieros sobre las tropas salvadoras que han arribado a un
belicoso país para ponerle fin a su voraz deseo de dominar al mundo. Entre sus
propios intereses, tanto del televisor, como de su vida cotidiana, olvidan que
la mujer que habita el 23 ha perdido gran parte de su capacidad auditiva, y que
no es por joderles la vida que sube al máximo el volumen del televisor, sino
porque así por lo menos alcanza a oír un poco de lo que desea escuchar.
Once
de la noche, gran parte del edificio se prepara ya para dormir, en el 23 hay
luces encendidas; transcurre media hora y parece ser la única habitante del
edificio que permanece aún despierta, se le ve sentada sobre su mecedora de
mimbre, con un gran ovillo al lado, inicia a tejer una bufanda color cereza, el
tono favorito de su nieta.
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