Despertábame
sobre la cama de cemento, sobre de ella un par de cobijas dobladas que hacían las
veces de colchón, unas cuantas fotografías de ancestros que no tuve la dicha de
conocer, tan solo identifico su posición en el árbol familiar y soy capaz de
saber su nombre, más no hay en mi persona recuerdo vivo sobre el sonido de una
de sus palabras, ni aroma alguno que delate su presencia, tampoco imágenes permanentes,
que se evoquen sin mirar fotografía, y sobre todo, lo que se encuentra ausente,
es la reacción de mi cuerpo ante sus besos y abrazos, creo yo, es justo en
dicho gesto donde se encuentra el núcleo de la unión y el conocimiento de una
persona, dejando de ser un recuerdo impuesto por el entorno y la red familiar y
pasando a tomar vida eterna, o por lo menos eterna en lo que ha de durar la
propia vida.
Después
de romper la modorra matutina habría que tomar las sandalias del tío, si se
estaba solo no existía conflicto alguno ni lucha implicada, en cambio si el
hermano era un huésped más, habría que ganar la carrera que se da entre el
mundo de los sueños y el regreso a la que hemos dado por nombrar “realidad” que
se suscita en estado de vigilia, el objetivo de ser el primero en arribar al
mundo de los despiertos, consistía pues, en que las sandalias que se tomaran
prestadas correspondieran no en tamaño o textura a la que mas embonaba al pie
descalzo, sino más bien que se tuviera la oportunidad de elegir aquella que
ordinariamente era usada por el tío favorito.
Una
vez enfundados los pies en la piel plástica que interrumpe su contacto con el
suelo, era momento de aguzar la nariz y deleitarse con los aromas que venían del
cuarto contiguo, aquel que desde tempranas horas se convertía en fortaleza y
centro de mando de la abuela, en las paredes de este espacio, con el asa
atravesada por un clavo, se encontraban prendidas a la pared, cual cerezas al
cerezo –siendo admiradas aún en estos vagos recuerdos–, contemplar los jarros, pocillos
y tazas, era parte de un ritual sagrado, que anticipada que en ellos dulces
mieles serían vertidas; el olor de la canela se convertía en el manto invisible
que cubría la casa en totalidad, aislándola
del resto del mundo mortal, transformándola a la vez en un rincón aún más
exquisito que aquello que los teólogos definen como Edén.
Una
vez roto el embelesamiento propiciado por este delicioso despertar, se
intentaba uno sentar a la mesa, más era hábilmente detenido por la abuela,
requisito innegociable para ocupar un sitio era el que las manos fueran lavadas
previamente.
Este
es solo un fragmento que el día de hoy comparto, se que posees los propios y la
invitación de hoy incluye pliego petitorio para que dichos recuerdos sean
rescatados; más allá del lugar, credos, posición socio-económica, género, circunstancias,
ideas y personalidades, creo que para todos –sino es que para mucho– los que
lleven a cabo esta búsqueda, el resultado final incluirá sobre el rostro una nostálgica
sonrisa, el recuerdo de aquellos días en los que se faltaba a casa y el
despertar precedía a un día lleno de aventuras, el cual tenía lugar en casa de
la abuela.
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